La mansión Los Milagros estaba en la penumbra de la tarde. Ángela llegaba del cementerio. Venía de sepultar a Armando. La casa se sentía con el peso y el vacío que queda cuando se pierde a alguien muy importante.
Abrió la puerta y vio el perchero de madera con una chamarra de Armando. Allí lanzó su abrigo.
Se sentía sola. En la casa, inmensamente sola…
Dirigió sus pasos al lugar donde en los últimos años solía estar: la cocina.
Tanteó el interruptor de corriente, reconoció las tres teclas de la tablilla: la superior para la lámpara del techo, la segunda para la encimera y la de más abajo para el jardín. Decidió alumbrarse con la luz tenue de la encimera.
Alzó la vista y el reloj de pared marcaba dos minutos para las seis.
Llevaba muchos años de casada con Armando. Lo conoció en la salida de un concierto en Roma donde él se presentó.
Esa historia la habían convertido en la anécdota para los encuentros con los amigos. «Fue una casualidad, —comentaba— todo pasó porque me retrasé en el baño. Después de una larga fila para entrar al sanitario y retocarme el maquillaje, el vigilante me avisó que estaban desalojando el edificio. Cuando salí tropecé con Armando y le pedí un autógrafo. Él andaba acompañado de una amiga. Luego, no me dejó ir».
El pañuelo secó la lágrima que se asomaba.
«En el bar tuve una idea para deshacerme de la acompañante, —reía—. Cuando la chica fue al baño, aproveché y le serví en el trago un toque de tequila que llevaba en mi petaca; la combinación le procuró un malestar de estómago que la hizo correr a su residencia. Es que cuando algo me perturba, busco como solucionarlo».
En un impulso se levantó para agarrar la tetera y hacerse una infusión. Dirigió la vista al reloj y habían corrido cinco minutos.
Recordó una entrevista para un artículo de prensa del corazón.
—Dicen las malas lenguas —señaló la periodista— que a los treinta y siete años una mujer no se enamora, que ha tenido suficiente experiencia y que sencillamente es la hora de escoger la mejor oportunidad.
—¡Puedo refutarlo, porque nosotros nos amamos!
«Los siguientes días al primer encuentro en Roma, las citas robaban tiempo a las horas de descanso de Armando en el hotel o nos encontrábamos en el camerino. La temporada terminó y para continuar en contacto me regaló un Blackberry». —Era una gran alegría cuando lo contaba.
—Estoy en París —la llamó una mañana—. Te envío el pasaje de avión y en dos días nos casamos frente a la Torre Eiffel.
Ángela lo comentó a la familia donde trabajaba y también llamó a la suya en México.
No regresó a Roma a cuidar a la señora Antonella. Desde París les envió la foto del beso que se dieron debajo del monumento.
Fue su acompañante por los distintos países. Estuvo a su lado hasta que faltaron dos meses para parir a su hija. Se residenciaron en un barrio muy distinguido de la ciudad de Guanajuato, distanciado de donde vivía la familia de ella.
Para despejar la mente, absorbió la infusión, pasó sus manos por la sien y se alisó el cabello.
Con el viento que entró en la cocina, también llegaron las palabras de Armando.
—Mi amor me haces tan feliz, esta niña se llamará Carmencita y será tan hermosa como tú.
—Espero sea tan talentosa como tú, mi amor. —fue su respuesta.
«Eran los tiempos de puros mimos y cariños», pensó.
La luna llena punzaba los pensamientos de Ángela.
El reloj marcaba las seis y quince.
—Desde que me casé con Armando —comentó en otra entrevista— he sido noticia en las revistas sociales. Mi esposo cumplió setenta años el mismo día de nuestro matrimonio. Celebramos los dos aniversarios conjuntamente. Algunos comentaristas se han volcado contra nuestra relación, han exagerado con la diferencia de edad existente entre nosotros. Otros, han ennoblecido la importancia de una relación tan bonita de un hombre mayor con una mujer tantos años menor. Hemos sido centro de atención en las revistas del corazón y les hemos dado mucho material para vender. ¡Dieciséis años de matrimonio!
El agua hervía como sus recuerdos.
«Festejábamos…, por todo lo alto».
Desde hacía cuatro años, en esa fecha, Ángela se ausentaba en la cocina, amparándose en el silencio.
—Vi a papá muy contento paseándose por la mesa de los postres y me pareció que le dio un beso a Pilar —escuchó decir a la hija—. ¡Pero mami todos han preguntado por ti!
Alzó la mirada, el reloj de pared marcaba las seis y veinticinco.
—Estoy descansando y disfrutando del número de invitados que tu papá logra tener siempre en estas celebraciones —revivía el comentario—. Que linda y grande estás, con ese vestido aparentas más de quince años. Llévale a Armando esta petaca con su bebida preferida… Anda, continuaré un poco aquí y luego voy.
—¿Desde cuándo la conoces?, ¿qué peso tiene ella en tu vida?
—Pilar es una buena amiga y mi asistente —siempre era la respuesta de él.
«Muchas veces se lo repetí, si no era conmigo ¿para qué con otra?, —recordó, secando una lágrima».
Miró el reloj, marcaba las seis y treinta minutos.
«Esa mujer cada vez estaba más metida, se dijo… El tiempo de matrimonio corrió tan rápido y estos minutos tan lentos».
Aspiró la infusión.
«Cuanto que lo conversamos… y no me hizo caso».
El vapor del té rojo penetró por las fosas nasales y aromatizó los vacíos que trajo desde el cementerio; estremeciendo un recuerdo: «Se lo dije tantas veces…».
Sorbiendo el té, movió la cabeza y tragó los pensamientos. «Hubiera querido tenerte para siempre, ahora está lloviendo y no estas tú».
Por primera vez en su vida dijo las palabras convenidas por los amantes en el cine, en las novelas. Se lo dijo bajito, cerrando los ojos. «¿por qué me fallaste?, quería que fueras solo mío. Te quiero».
Lloró por mucho tiempo.
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