UN MINUTO EN BLANCO Y NEGRO

UN MINUTO EN BLANCO Y NEGRO

Que a Frederic Chopin y a mí nos hermane, aparte del amor por la música, el día y mes de nacimiento, es una simple casualidad a la que me aferro como si sirviera de algo, igual que lo ha sido encontrar hoy un alfiler de corbata que compré hace más de treinta años en Zelazowa Bola, su aldea natal, con la efigie del insigne compositor y pianista, al que hay quien dice en tono chusco que solo me parezco en la nariz, y no le quito razón. Las partituras de sus obras, también adquiridas en aquellas fechas, languidecen en una estantería bajo una capa de polvo, al que soy alérgico. Entre estornudos, he rescatado el libro de los valses con la intención de tocar uno, pero nunca fui capaz de interpretar decentemente ni una pieza de Chopin y hoy, con los dedos anquilosados, tampoco se ha producido el milagro, como era previsible. Me pregunto cuánto tiempo le llevaría al doliente Frederic componer su Vals del minuto, ese que, según se cuenta, fue improvisado a instancias de su amada George Sand, arrobada ella por los ladridos de un perrito que perseguía su propia cola, e inspirado él en su afán por complacer a su pareja. Tal vez los espíritus de Liszt y Marie d´Agoult, Balzac, Flaubert y Delacroix, moradores ocasionales de la casa de Nohant, llenaron sus dedos del ímpetu vibrante que transmitió a las cuerdas del piano.

Los cien segundos que realmente dura el vals —no sesenta, como reza el título (minuto proviene del latín, minutus: pequeño)— son prácticamente lo mismo que se tarda en leer con calma este relato que puede parecer tan improvisado como la propia obra que lo ocasiona y a la que rinde homenaje. Nadie, excepto yo, sabrá el tiempo que he dedicado a mis teclas negras con letra en blanco —negro sobre blanco para Cervantes, Quevedo y Góngora, que también compartieron ciudad conmigo, si bien su halo se perdió por el camino de los siglos y no llegó siquiera a rozarme— para componer este texto, igual que nadie tendrá la certeza de los minutos en que Chopin volcó sus dedos, más inspirados que los míos, sobre las teclas negras y blancas del piano que le acompañó-sufrió-gozó en sus últimos años, como la señora condesa Delphine Potocka, que cuidó de Federico hasta el final, y a quien este dedicó el vals, quizá como un guiño o un deje postrero de humor negro.

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