Las zapatillas de deporte

Las zapatillas de deporte


LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE

(Historia de un sinvivir cotidiano)

La primera ventaja de vivir en una ciudad pequeña es que si andas tres kilómetros en cualquier dirección ya estás en las afueras. La segunda, es que las zonas verdes están a tiro de piedra y son como oasis en medio de las calles y el ruido. De esos oasis a los que no necesitas llegar exhausta y deshidratada.

De vez en cuando, te gusta recorrer las calles a tu paso, sin prisas, pararte en cada rincón especial  y hacer fotos o simplemente admirar en un jardín como el árbol que ayer solo era hojas, hoy es todo flores y no te diste cuenta del milagro.

Pero sigues siendo una mujer a la que no le gusta andar, con un marido que anda mucho. Bueno, vamos a llamarle por su nombre. Un marido hiperactivo. Uno para el que veinte mil pasos es una bagatela. 

Tú, que has sido ama de casa, madre y trabajadora a tiempo completo de lunes a sábado durante cuarenta años, te acabas de jubilar. Y por primera vez vas a cumplir un sueño. Uno pequeñito, porque ya no estás para uno grande. Para eso te presentas en el salón de tu casa, delante de un sofá que no te conoce, que nunca ha tomado las medidas de tu trasero, ni el largo de tu brazo y decides que esta semana vas a practicar el arte de no hacer nada, decúbito supino, panza arriba sin remordimientos.

Y entonces empieza el acoso y derribo por parte de tu medio limón. Que si siempre estás tumbada, que si los médicos recomiendan andar, que si ponte las zapatillas de deporte y vamos a pasear una horita o dos…

La cosa ya se pone seria cuando en una única frase dice las palabras poner y foca, con un comparativo de por medio que a ti te suena muy feo.

Cabreada te calzas las zapatillas de deporte y el chándal de hace cinco años que parece haber encogido y sigues al grandísimo andarín a la puta calle.

Él va delante, contento.

—Mira, aquí han abierto una panadería—te dice como un cicerone experimentado— y allí han puesto una agencia de seguros.

Y tú piensas que sí, que lo más seguro es que a la vuelta entregues la cuchara, pero aprietas los dientes y continuas como una jabata.

En el kilómetro seis el refajo ya casi te llega al suelo y se tropieza con tu moral que va a rastras desde hace un buen rato. Has cruzado con tus deportivas y tu chándal dos gasolineras, tres supermercados, un concesionario de autos, una tienda de bicicletas y todos los edificios de nueva construcción del extrarradio, tutelada por un marido que ni siquiera suda.

Te encuentras con esos incansables corredores de fondo, pertrechados con su licra bien ajustada a un cuerpo de gimnasio, sus zapatillas deportivas tan gastadas por el uso que dan hasta rabia y te sientes mal. Disimuladamente te tocas el michelín que tienes en la cintura a ver si por un casual después de seis kilómetros sangrientos ha desaparecido. Pero no.

Por fin llegas a la zona de huertitas de las afueras, con sus chamizos parcheados que parecen haber soportado un huracán y sus bidones de colores llenos de agua de lluvia. Y ahí te encuentras con una especie casi en extinción, la del jubilado que salla la tierra con afán, practicando lo que tú llamas deporte productivo.

Al fondo y a buen paso, pertrechados con sus bastones, se aproxima la avanzadilla mixta de los Regulares de la Tercera Edad. Vienen piando como una bandada de estorninos, intentando sólo con la palabra arreglar la locura de este mundo. Son los mismos que te encuentras en los bailables de la Plaza Mayor cada fin de semana, dándolo todo en la pista, viviendo peligrosamente el día a día.

Para consolarte engañas a tu mente diciendo que a la vuelta te premiarás con un moscato fresquito en el Café Restaurant La Bella Donna, ese tan bonito con aire vintage, donde los camareros lleva puestos delantales largos color granate, como en una Trattoría italiana y te sirven unos pinchos de marisco que te mueres.

Y allá por el kilómetro siete ocurre un milagro inesperado. Aparece la cervecera Pico Pollo, tan nueva que ni siquiera El Cicerone la conoce, con sus sombrillas de paja y sus mesas de madera al aire libre que te recuerdan al verano, al calor y la siestita en la hamaca. Y te sale del alma decirle al andarín incombustible que te acompaña

—Oye, ¿Paramos a tomar un algo?

Y él te mira, ve la patética condición en la que te hallas y contesta , generoso

—Vale, y pedimos unas patatas bravas.

Tomas la improvisada colación con gusto. Por un momento se te olvida que la vuelta son otros siete largos kilómetros, que habrá que desandar como las patatas, yendo por las bravas. Cuando tarde y mal divisas el familiar contorno de tu edificio de viviendas es como sufrir un flechazo repentino, porque sientes que esa fachada descolorida de ladrillo es el más maravilloso paisaje urbano que hayas visto.

Aprietas el paso, con tus zapatillas de deporte. Y entras en el portal a velocidad de crucero, no vaya a ser que la mente te esté jugando una mala pasada y lo que ves sea, en realidad, un espejismo.


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«EYE OF THE TIGER» del grupo SURVIVOR, escrita como banda sonora para la película Rocky III por Frankie Sullivan y Jim Peterick.

La canción fue estrenada el 29 de Mayo de 1982 en el álbum llamado SURVIVOR, como el grupo que la interpreta. Su letra refleja muy bien el esfuerzo, la valentía, la voluntad de sobrevivir y superarse venciendo todos los obstáculos externos.

El ojo de tigre está al acecho. No puedes bajar la guardia. Ponte las zapatillas de deporte y echa a correr.

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