Introducción
No pretendo ser retribuido por mis acciones ni mucho menos ser reconocido por ellas. La verdad es que me resulta difícil admitir que las palabras que en este manuscrito han sido evocadas no pertenecen realmente a mi autoría. Quizás debido a mi carácter altanero y presuntuoso o a la falta de una propia imaginación, junto con un nombre u apellido reconocidos, provocó que hasta este momento me rehusara fehacientemente a publicar los escritos que un día llegaron a mis manos.
No pretendo abrumaros con los pormenores que supeditaron mi eventual sumisión a publicar estos documentos –cuyos valores son, sin duda– de carácter histórico. Me limitaré, en tanto, a relataros en muy pocas palabras las extrañas circunstancias en que estos escritos llegaron a mí poder.
Los hechos tuvieron lugar un célebre día del año 1984. Sí, lo recuerdo muy bien por ser el día en que mi joven esposa dio a luz a nuestra primera hija. No pretendo relataros los pormenores en lo que respecta a este asunto; sin embargo y debo admitirlo, han sido sus sólidas y razonables palabras las que han acabado por convencerme a proceder en esta cuestión que tan desagradable malestar me causa. Al decir todo esto me refiero sin duda a mi bella primogénita que –con los años– acabaría por hacerme sucumbir ante cualquiera de sus solicitudes.
Poniendo fin a aquel pequeño paréntesis. Me encontraba yo muy dichoso aquel bello día en que la primavera había dado su inicio. Mi esposa había dado a luz a las 11 de la mañana a nuestra bella Catalina –como acordamos llamarla. Comprenderéis que uno llega a sentir grandes afectos por aquellas pequeñas criaturas en cuestión de minutos y, en ocasiones, nos desalienta en gran medida vernos turbados por los desatinos de otros seres humanos. Digo esto porque después de haber pasado gran parte del día inmerso en la habitación junto a mi bella esposa y pequeña hija, me vi en la obligación de abandonar el lugar por la insistente demanda de los guardias del recinto hospitalario.
Y ahí me encontraba yo, solo y malhumorado. Dirigiendo mis pasos hacia mi hogar, ubicado en la Av. P. Tarde aproximadamente una hora, pero eso poco importa. Ingrese al hogar –una pequeña casa común y corriente– y me dispuse a avanzar con celeridad hasta mi habitación pues la verdad me encontraba demasiado cansado; sin embargo, algo me detuvo. La habitación, aquella que habría de ser de mi hija se encontraba abierta y con la luz encendida. Comprenderéis mi cara de asombro y a la vez de espanto cuando me percate de tal acontecimiento. Instintivamente tome un fierro que se encontraba al borde de la pequeña estufa, y me dispuse a avanzar, cauteloso. Preparado para asestar un golpe mortal al intruso.
Di un gran salto e ingrese con rapidez a la habitación y golpee con tanta fuerza a la nada que por poco y rompo la pared de la habitación, pues para mi sorpresa se encontraba completamente desierta. Aunque decir completamente es una palabra mal utilizada, y en realidad debería decir, casi. Veréis, la habitación no tenía ningún accesorio, pues debido a varios problemas económicos no habíamos podido hacernos con todo lo necesario para el correcto recibimiento de nuestra primera hija. Lo único que teníamos eran algunos juguetes y ropas usadas guardadas en la habitación matrimonial. Comprenderéis mi sorpresa al visualizar aquella gran caja ubicada en el centro mismo de la habitación y cuyo contenido desconocía completamente.
Me dispuse a visualizarla durante largos minutos recordando todo lo ocurrido desde la mañana de aquel día. Llegue a la conclusión de que –comprendiendo nuestra situación económica– algún vecino o familiar muy cercano hubiera ingresado a la casa –aquella que no había cerrado del todo bien antes de marcharnos por la mañana– y hubiera depositado este gran objeto en la habitación de la pequeña, como muestra de su aprecio. La verdad es que no quería darle demasiadas vueltas al asunto y me conforme hasta los días de hoy con esa pequeña mentira autoimpuesta.
Me dispuse a abrir el extraño paquete –no había notas, ni referencia alguna sobre su contenido– y comprobé rápidamente que en su interior se encontraba un extraño cofre. Era pesado, por lo que me fue necesario destrozar la envoltura exterior para visualizar claramente aquel extraño objeto. Lo abrí y con ello un hedor nauseabundo broto de inmediato desde el interior del cofre, invadiendo toda la estancia, provocando que una sensación de agobio y opresión se apoderara de mí. Solo después de abrir las ventanas y esperar a que el frío aire limpiara la habitación me dispuse a vislumbrar con mayor atención su contenido.
Fue la primera vez que los vi. Esparcidos a lo largo y ancho del cofre una multiplicidad de viejos y antiguos libros, uno por encima de otro. Me dispuse a tomar uno con cuidado –temía dañarlos– y comprobé que habían sido escritos en una extraña lengua que yo supongo extinta. Todos habían sido escritos con las mismas extrañas letras y –en su encabezado–, la gran mayoría declamaba la palabra «Nogligoth». No tengo conocimiento de lo que pueda significar, pero no me corresponde ser el artífice de su desciframiento. Vale decir que de los más de 13 volúmenes enfrascados en el baúl, ninguno de ellos me pertenece realmente. Fueron entregados hace no mucho tiempo a un grupo de investigadores que han logrado descifrar partes del antiguo y célebre lenguaje. En este sentido han sido ellos quienes me han facilitado algunos extractos de los primeros volúmenes; no por petición mía, claro, sino por obra de mi hija, a la cual le gusta entrometerse en todos aquellos asuntos de derechos y reconocimientos para los descubridores de tan bellísimas obras. La verdad a mí poco o nada me interesa, pero ha sido ella quien me lo ha pedido y no he podido decirle que no.
Sin más que decir, espero que no juzguéis demasiado ambigua tan deleznable traducción; sin duda, no ha sido obra mía. Habrán de ser ustedes quienes juzguen las palabras que fueron escritas –según le dijeron a mi hija– hace ya más de 155 mil años.
Prólogo del autor
Destellos en la oscuridad
Jamás he pretendido reivindicar mi camino al comenzar a escribir estas palabras. Siendo quien soy, o más bien que fui, se me haría necesario vivir mil años y tal vez mil años más para retribuir al mundo todo el mal que cause alguna vez. En lo que respecta a estas palabras poco importa ya la historia sobre mi pasado, pues los acontecimientos acaecidos después de mi “muerte” son los que me han obligado a actuar y a alejarme del estado de ensimismamiento en el cual me encontraba sumergido.
Veréis pues, todo comenzó hace ya algunos años. Los días –por alguna razón– se habían vuelto más obscuros y desolados. Era como si la luz que un día hubiese iluminado nuestros caminos se hubiera extinguido de pronto, en medio de la inmensidad de las nubes oscuras y tormentosas que se posaron sobre las grandes ciudades del imperio. Fue aquel lúgubre preámbulo el que me hizo entrar en razón, y comprendí lo que había sido tan evidente a nuestros ojos durante tantos años; los tiempos habían cambiado.
Las grandes y antiguas fortalezas se hacían pequeñas –casi diminutas– ante la inmensidad del mal que se cernía sobre Nogligoth. Atrás quedaban las grandes hazañas cometidas en nombre del honor y la gloria de los hombres; muy tarde lo habíamos comprendido. Y es que aquello era la síntesis, la integración de todos los males y sufrimientos anteriores –de los cuales formo parte.
Tarde habíamos comprendido que aquella noche –hace ya veinte años– en la ciudad de Soledad, había marcado el inicio del final inexorable de nuestro mundo. El final de Nogligoth como lo conocíamos.
Una historia que contar
«Los tiempos cambian –dicen los viejos sabio–, pero el tiempo había permanecido paralizado demasiado tiempo para él. ¿Acaso se había olvidado el tiempo de aquel, su hijo más prodigo? Sin duda los hados del destino tienen extrañas formas de manifestar sus verdaderos designios, y al menor cambio de horizonte todo un mundo puede derrumbarse»
Su nombre era Argén y la historia de su vida siempre careció de importancia –por lo menos para él. Nació en el año 1197. En los tiempos de las grandes gestas, aquellas que acabarían por resonar en los ecos de la historia, cautivando a hombres, mujeres y niños que vivirían soñando con la magnificencia de las épocas pasadas y con los hombres que un día las evocaron. Épocas que con su incandescencia devolvían algo de luz y esperanza al mundo cubierto por las tinieblas, por las grises nubes que de la mano de oscuros y terribles enemigos pretendían establecer control sobre las vanas existencias de los seres humanos que habitaban nuestro mundo.
Representados en grandes estatuas y monumentos, maravillas del mundo antiguo se levantan, y en forma de hombres de tiempos pasados, iluminan nuestros caminos. Son ellos los seres que, habiendo soportado el peso del mundo sobre sus hombros, devuelven la esperanza –la luz– a todo aquel dispuesto a sacrificar su cuerpo mortal a los grandes martirios del mundo. Sin duda se cree –o más bien se creía– que tras la evocación y engrandecimiento de estos antiguos héroes el mundo de Nogligoth podía ser salvado de su inevitable final. Pero los hombres no comprenden, se pierden y malinterpretan todo lo conocido. Portan en su interior tempestuosos mares de pensamientos corrompidos, estrangulados y ahogados en un mar de mentiras autoimpuestas. Y así es como la historia se repite. Se repite una y otra vez y se pierden todas las esperanzas en los gloriosos adalides de los tiempos pasados; no regresan, no dan luz al mundo y son olvidados. Sus bellos rostros resplandecientes a la luz del sol desaparecen en medio de la indiferencia de sus gentes, de los grandes bosques que se abren camino a través de las tierras olvidadas. Se pierden y se olvidan en las mentes que los han creado, aquellas que durante tanto tiempo han buscado evocar un ideal bajo el nombre de sus personas.
En los tiempos en que está historia está siendo relatada nada queda ya de aquellas antiguas y oscuras creencias. Perdidas se encuentran en medio de las lúgubres existencias de los hombres de nuestros tiempos, entre las ruinas y el polvo de los años; en medio de las tinieblas que los temores, nuestros temores, han forjado.
Os preguntaréis quién es aquel que en su tiempo fue llamado alguna vez con el nombre de Argén. Habéis de saber que esté ser terrenal fue en su tiempo un príncipe que –hartado ya de las comodidades que le brindaba su condición–, decidió huir un día de todas aquellas banalidades que constantemente lo hacían sentir un hombre miserable y perdido en el mundo.
Durante largos meses se ensimismo en sus propios pensamientos y se rehusó a entablar conversaciones con los hombres. Se mantenía cautivo por propia convicción en su cuarto. No frecuentaba los jardines de los bellos palacios ni mucho menos establecía relación con sus allegados. Largo tiempo permaneció allí, y fue en el día de la celebración de su vigésimo primer cumpleaños cuando salió de sus aposentos. Se inmiscuyo entre el bullicio de las celebraciones y finalmente tomo una decisión. Sería el comienzo de su más grande travesía por el mundo de Nogligoth. Fue así como dijo:
—Estás grandes construcciones, las falsas sonrisas y felicitaciones de estas gentes –decía, observando la gran estructura que se alzaba ante sus ojos, una pieza idéntica a él, mientras advertía las presencias de aquellas gentes, ansiosas y felices–. ¿Representan algo para mí? Nada de esto tiene sentido. ¿Es que acaso hemos perdido el rumbo? Falso es todo esto y no logran comprenderlo. Todo es una vil mentira que buscamos creer para… –se detuvo, conocía con certeza la palabra que estaba a punto de formular. ¿Temía acaso el significado que está tendría para él?–. Para satisfacernos a nosotros mismos. Para llenar un vacío y así poder sobrevivir… –suspiro–. Es aquel el fin último de nuestra especie… Incluso si debemos fingir constantemente que somos felices estableciendo estás vanas y lúgubres relaciones. ¿Cuán hipócritas hemos sido durante todo este tiempo? Ya no hay sueños… Han muerto. Al igual que el futuro, el pasado no es más que una piedra angular que nos mantiene aún con vida ante nuestra incapacidad para crear, para imaginar un mundo nuevo… Lo único que tenemos es el presente, caótico e insípido… –entre susurros, abatido, dijo finalmente– Debo marcharme de esté lugar.
Abrumado por los pensamientos que habían tomado posesión de él hace ya algún tiempo tomó aquella difícil decisión, y se retiró el príncipe de su celebración. Subió las viejas escalinatas, atravesó los extensos pasillos adornados con bellos cuadros y retratos, y llegando finalmente a su alcoba abrió el cerrojo sumergiéndose en las tinieblas que hasta aquel momento esbozaban el ambiente de su habitación. Sin encender ninguna vela se inmiscuyo en la oscuridad de la estancia y al instante pensó.
—¿Qué estoy haciendo? Tendré el valor acaso de… –se acercó a la ventana y observo el espectáculo que se celebraba a las afueras, en aquellos inmensos jardines adornados por bellísimas flores y monolitos–. Miserables… –dijo, con repudio–. Cómo pueden… No –sentenció–, debo marcharme.
Tomo rápidamente las más viejas ropas que contenía en su baúl, se dispuso a ponérselas con celeridad y se marchó internándose en uno de los pasadizos secretos que lo guiarían hasta los suburbios de la ciudad de Soledad. En aquellas calles –abatido y algo entristecido– comenzaría a caminar hacía las grandes compuertas de la ciudad.
Sobre su cabeza y su lúgubre caminar los cielos se habían tornado oscuros y, poco tiempo después, la lluvia comenzó a brotar. Una gran desilusión y desagrado se produjo en los asistentes a la gran festividad, pues no esperaban la ausencia del príncipe en aquella su propia celebración.
Diríase quizás que los cielos derramaban sus lágrimas por aquel el hijo prodigo del mundo; el ultimo quizás…
¿Cuáles eran los pensamientos que lo atormentaban? ¿Por qué despreciaba la compañía de sus semejantes? ¿Se habían convertido acaso en un tormento para él? Hace ya mucho tiempo se había sumergido en las profundidades de aquellas oscuras concepciones sobre el mundo. Se reprochaba contantemente el lugar que tenía él en la historia del mismo e intentaba encontrar las respuestas a aquellas sus más grandes interrogantes. No comprendía el porqué de que aquellos pensamientos se hubieran alojado en su consciencia.
—Ha tomado posesión de mí una idea, un vago e indescriptible pensamiento que me atemoriza constantemente –se decía mientras caminaba bajo la lluvia–. Una voz en mi cabeza me exige comprender el sentido de todas estás mentiras; aquellas que han forjado nuestras sociedades, estables y pacíficas. ¿Qué quiero realmente? Me gustaría poder responder aquella pregunta. Por alguna razón no logro comprenderlo. No consigo concebirlo. ¿Será que acaso me estoy volviendo loco? ¿Cuánto tiempo habré de caminar para olvidar ya todo lo aprendido? He despertado de mi letargo. Algo ha cambiado el curso de la historia de mi vida y debo descubrir qué es.
¿Cómo es que aquellos pensamientos habían llegado ahí? ¿Eran acaso el fruto de la rebelión del ser contra aquellas las enseñanzas que por largo tiempo habían buscado convertir al hombre en un autómata? ¿O es posible que fueran el producto de algo magnánimo y a la vez místico, y que cuya explicación estuviera fuera de los alcances de todo entendimiento humano? Nadie podía comprenderlo. No obstante era posible que aquella su grande travesía por el mundo de Nogligoth le proporcionara un día todas las respuestas a aquellas sus interrogantes; aquellas que por largo tiempo lo habían sumido en la desesperación.
Fue así como comenzó el viaje de Argén, el príncipe de Soledad.
Sinopsis
Agobiado por sus propios pensamientos y rechazando toda responsabilidad, el príncipe Argén huye de Soledad. Y Mientras el mundo que conoce comienza a derrumbarse con su partida, él se retira hacía tierras inhóspitas y desoladas en búsqueda de saberes olvidados por el mundo. El rey Vaalgruf, visualizando su propio final, ordena a su leal sirviente la búsqueda de su hijo. Desde ese momento, Corim marchará en búsqueda del príncipe y lo seguirá hasta los confines del mundo en un intento desesperado por salvar el legado de su señor, mientras el mundo de Nogligoth se sume lentamente en las tinieblas de un oscuro mal que amenaza con derribar los cimientos de una sociedad decadente.
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