El aire me quema y tus ojos me avizoran la tragedia que había yo, en fragmentos,
vaticinado ya.
—No temo por los prados, mas sí por los niños del pueblo —me dices, pero no respondo.
—Dime qué hacer —de rodillas ante mí suplicas. Mi silencio replica en eco por todo el
templo. Al reencontrar tu mirada, ahora tan profunda y apagada, veo que entiendes
perfectamente mi cuasi muerto callar; aquello de lo que falso testigo he sido.
—No queda nada ya por hacer —finalmente, logro, en lamento sumido, contestarte,
sabiendo perfectamente aquello que tratarás tú de a mí decirme pues todo ya lo he visto.
Todo lo he ya, en presagios, vivido.
—Los niños ya están muertos, mas no han todos ante las llamas sucumbido, quiero tú lo
sepas. Dos entre los escombros, perseguidos por la humareda, han salido. No del todo
victoriosos pues bastante han ambos perdido —susurro buscando suscitar en ti cierta de
esa esperanza desperdigada por el aire cenizo que, en este momento, colma la totalidad
del templo.
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