#bocadillo

Los contenedores retumban al golpear contra la chapa del camión. Los conductores de autobuses hacen sonar las bocinas contra los taxis. Los taxis pitan a los bolts. Y los bolts a los turismos. Cierro la ventana y entra el silencio vs la brisa, que me mira pegada a los cristales. Lo siento, hoy tengo algo que escribir.

Soy escritora, lo soy porque escribo, no porque haya vendido libros. Mi profesión es otra. Escribí algunos poemas hace años, cuando vagabundeaba entre versos con mi pata de palo, y sé que hasta la más simple y ridícula poesía escrita a través de un sentimiento, puede traer consecuencias. Ya soy muy mayor, paso las horas sentada frente a esta ventana de una sexta planta. Lo que veo a través de ella no es lo que oigo. Veo golondrinas cruzar la carretera de un edificio a otro; veo cielos rasos, o nubes como gigantes que me hablan en lenguaje de signos; veo miniseries a través de ventanas frente a la mía, pero sólo oigo canto de bocinas y una aleación de discursos a diferentes diluciones. Es lo que hay…, sin embargo, treinta años después de uno de aquellos poemas, ocurre algo.

El tiktoker —los viejos vemos esas cosas a través de enlaces en la prensa digital— se hace llamar Hindu Handi. Tiene diecinueve años, es delgado y nació en Keelakaria, que está en un distrito en la costa este del país con nombre de tubérculo exótico: Ramanathapuram.

El chico parodia situaciones de su alrededor. Ayer fue diferente, subió una historia que removió mi ser, haciéndome sentir de barro y manzana. Desde entonces tengo esperanza en la muerte, porque con esa historia he dado por cerrado mi ciclo. ¿Podría continuar?, sí, pero es ya bonita así: acabando ayer.

El protagonista es su abuelo, daada Kalu, que vive en las afueras de Keelakaria.

Kalu tiene mi edad, ochenta años, y desde que se jubiló, da todas las mañanas un largo paseo por la playa tarareando una vieja canción hindú. El muchacho ha elaborado un entrañable documental, para regalárselo en vida. La historia incluye el momento en que Hindu Handi sienta al anciano en el sillón y lo proyecta para él. El vídeo es muy emotivo, pero hay algo más…, que ellos aún ignoran.

Por el documental averiguo que Kalu fue limpiador de oídos y pescador, profesiones que alternaba según la hora del día. Para su jubilación elige el mar, junto al cual su gozo es mayor que entre las colmenas de la humanidad.

El anciano se quita las sandalias y deja que la sal y el agua donde desemboca el río sagrado impregnen su cuerpo con reminiscencias de ambos atributos. Siempre sigue el mismo ritual: se agacha para coger un puñado de arena que suelta mientras camina, y vuelve a agacharse cada vez que se le vacía la mano, así hace que confluyan en su cuerpo la tierra, el aire, el mar y el fuego que comienza a despertar. En el vídeo el ritual se repite un par de veces, al tercero, Kalu recoge un puñado de tierra, pero este es diferente, arrastra un cordón de poliéster morado del que tira con la otra mano. En un extremo, un nudo; en el otro, una llave… Mi llave… Hace treinta años. En otro mar a diez mil kilómetros, donde la santidad del Ganges ha desaparecido, y solo queda la sal, una mujer de cincuenta años, a la que le gusta escribir, pasea por su orilla, para inspirarse antes del trabajo. Lleva la llave al cuello cogida por un cordel morado, nada más, las manos libres para sentir, y el corazón abierto para escuchar. Un día decide darse un baño y deja la llave junto a su vestido y las chanclas. Apoya los pies en el fondo y mueve los brazos como si lo nadara. El sol sale entre los edificios y le baña la cara. Cierra los ojos. Oye gaviotas. Las oye peleándose por una presa. Quizá sea por arrancar trozos del pecho abierto de una paloma semi enterrada en la arena, como vio el día anterior. Los graznidos se sienten tan cerca… Abre los ojos. No sabe cómo ha ocurrido pero junto a su ropa una de las aves grazna a la que acaba de alzar el vuelo, que lleva en el pico el cordón morado con la llave.

Aquella mañana tuve que llamar a un cerrajero. Me pregunté hacia qué parte del mundo volaría ese ave; en qué océano tiraría su presa incomestible, y escribí este poema. Cómo me gustaría que Hindu Handi lo incluyera en la historia de su abuelo; cómo me gustaría que daada Kalu supiera que posee la llave que cierra mi vida entera.

Y, DE PRONTO, VEO

Se abre una raja en el cielo

y todo lo nunca visto

cae a mis manos y al suelo.

Me desnudo y, en la orilla,

dejo caer los zapatos;

la llave con su cordón,

y mi vestido de gatos.

Tengo la mirada ciega, aun así,

abiertos los ojos siguen

y en donde nada reinaba

cae al mar

un velero que ya estaba.

Arroja la brecha del cielo

gaviotas que guardan puertas,

planeando en la poesía

que yo antes no veía.

Llego exhausta al espigón

tras descubrir que,

mi llave a través del mar

la India puede alcanzar.

Es en banco de cemento

donde los dedos del sol

siguen las letras doradas

del libro que no tiene dueño

o que se dejó olvidar.

Por la fisura del cielo

aterriza una maleta

junto a los contenedores

del plástico y del cartón.

Alguien debió hacer limpieza,

dejándose el esqueleto

a expensas de las gaviotas

y los perros callejeros.

Por la abertura del cielo

ha caído una canción,

que se revuelve en mis manos

husmeando alguna clave.

Es sol

Y entre los dedos, arpegio

Y sobre el banco, un fulgor

Y en la orilla, las especias

Y en el azul, un velero

Y en la grieta, una costura

Y en mi ceguera…, un adiós.

FIN

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