Rodolfo Ferreyra, el profesor de Geografía, había fallecido en horas de la madrugada el domingo 18 de agosto de 1985 a los 58 años de edad. Un infarto agudo de miocardio mientras dormía lo redujo en segundos a ser un «Aviso Fúnebre» en las páginas del diario del lunes.
A los 23 años comenzó la incipiente calvicie que se concretó totalmente a los 27 años. Rodolfo hizo todo lo que pudo por esconder de la vista de sus amigos y familiares esta alopecia temprana: desde pintarse con betún el cuero cabelludo, hasta pegarse mechones de pelo que recogía de las bolsas de basura de la peluquería de Don Juan, el peluquero del barrio. Al final de su travesía por guardar el secreto, terminó comprando una peluca por correo. Raquel, su esposa, era la única persona en el mundo que guardaba este gran secreto de Rodolfo: los últimos 29 años de su vida, Rodolfo llevaba una peluca para tapar su craneo pelado.
Esa misma madrugada, luego de todos los trámites con la funeraria, se llevaron el cuerpo sin vida del profesor para hacer los preparativos para el velorio.
Ya por la mañana, Raquel se tomó un taxi para llegar inmediatamente a la funeraria apenas abriera. Al llegar se dirigió a la administración para pagar por los servicios de sepelio y pidió expresamente hablar con el tanatopractor encargado de preparar el cuerpo para el velatorio que se realizaría desde la tarde del lunes 19 de agosto hasta la mañana del martes 20, cuando lo trasladarían a su dormitorio final: el Cementerio.
Raquel estaba muy nerviosa, estupefacta y conmovida ante la pronta partida de su esposo, pero aún así trató de mantener la calma y ser explícita con el tanatopractor con quien habló a solas:
– Mire señor, mi esposo guardó un secreto estos últimos 29 años sobre su calvicie. – dijo Raquel con la voz entrecortada.
– Ajá … – asintió el hombre.
– Ni sus alumnos, colegas, amigos, hermanas, ni sus padres sabían que estaba completamente pelado.
– ¿Y cual es su deseo, señora?
– Yo quisiera que este secreto se mantenga para siempre. Es lo que Rodolfo siempre hubiera querido. Le pagaré lo que sea, pero que la peluca permanezca inamovible como si fuera su propio pelo.
– Muy bien. Así será señora. Despreocúpese, nadie sabrá que su esposo usaba una peluca. Esto queda entre Usted y yo.
Raquel, entre lágrimas, extendió su mano hacia el hombre y mientras estrechaba su mano le daba unas desconfiadas «Gracias».
Rodolfo Ferreyra había sido una persona intachable, un excelente profesor, muy querido por todos sus ex-alumnos y colegas. Raquel sabía que el velorio sería multitudinario. Le preocupaba en demasía que alguien pudiera darse cuenta de la peluca y se generara un chisme de proporciones insondables en el mismo velorio.
A las 18 horas de ese lunes se abrió la sala velatoria. Raquel se había ubicado al pie del ataúd como montando guardia, esperando que no surgiera un imprevisto con la peluca. Rodolfo parecía dormido. El trabajo del tanatopractor era impecable aunque todas sus dudas recaían en la labor para mantener ese secreto capilar hasta cerrar el cajón.
La madre de Rodolfo se acercó desconsolada y abrazo la cabeza de su hijo muerto gritando «¿Por qué te fuiste hijo?». Sus compungidas hermanas le acariciaron la cabeza durante horas. Sus colegas se acercaron uno a uno: sus ex-alumnos, sus amigos, sus vecinos. Todos interactuaron con el cuerpo inerte de Rodolfo de alguna u otra forma.
A las 9 de la mañana del martes, una vez terminada la procesión interminable de gente para despedir a Rodolfo Ferreyra, el cajón se cerró ante la doliente mirada de todos en ese último Adiós. A las 11 de la mañana sería trasladado hasta el cementerio.
Raquel recibió las palabras y pésames de todos los presentes durante todas esas horas al pie del ataúd de su marido. Entre la tristeza y el desconsuelo, estaba asombrada: la peluca de Rodolfo jamás se había movido, parecía su propio cabello. A pesar de la infinidad de veces en que fue tocada, zamarreada y acariciada; el secreto mas grande de Rodolfo no había sido descubierto por ninguno de los presentes.
Mientras esperaba el traslado hasta el cementerio, Raquel fue a la administración y pidió hablar nuevamente con el tanapractor que casualmente se encontraba en la oficina. No pudo contenerse: lo abrazó enjugándose las lagrimas en el impecable traje del empleado.
– Gracias señor. Quiero darle mis infinitas gracias por el trabajo que ha hecho – decía Raquel.
– No es nada señora.
– Para mi y para Rodolfo ha sido mucho. Nadie se ha dado cuenta de nada. Muchas gracias …. – repetía Raquel mientras lo soltaba de ese abrazo interminable.
– Me alegro que haya quedado conforme con mis servicios señora – respondió sonriente el hombre de la funeraria.
– Pero es que quiero no solo darle las gracias. Digame: ¿Cuánto le debo? – dijo Raquel mientras sacaba de su cartera unos cuantos billetes.
El hombre con asombro le contestó:
– Faltaba mas señora: ¿Cómo le voy a cobrar por cinco clavitos?
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