La piel de foca

La piel de foca

LuDeFeV

06/05/2023

Frente a las costas de Eire, en un pequeño islote, plano y alargado, vivían, desde tiempos inmemoriales, siete familias de pescadores. Los McCorn, los McShefferd, los Joyce, los Whitman, los O’Keefe, los Reilly y los O’Leary, que eran la única familia con un solo hijo, Sean O’Leary.

Sean quedó huérfano siendo muy joven y tuvo que salir al mar a temprana edad, para poder ganarse la vida y no ser una carga para ninguna de las otras familias. Los hijos de los Whitman le ayudaron a poner a punto las redes de su padre, y los Reilly a embrear y pintar la pequeña barca de los O’Leary, que llevaba tiempo durmiendo de costado sobre una duna.

Pasaba más horas que nadie en alta mar, y la señora Joyce, que lo tenía en mucha estima, no dejaba de repetirle que tuviese mucho cuidado, y sufría al verle tan silencioso y solitario, tan ensimismado en el movimiento de las mareas y las señales que las nubes y las estrellas desperdigaban por los cielos. La señora Joyce rezaba a Dios para que procurase a Sean una buena mujer, que le amase, le llenase de dicha y que llenase su hogar con risas de niños… la señora Joyce pensaba en eso, y rezaba con más fervor aún.

Sean salió a pescar un día de primavera, en dirección contraria a la isla de Eire. Pero fue tan imprudente esa vez, y se alejó tanto de la costa, que se encontró perdido en el océano cuando ya era tarde. Las nubes se cerraron sobre las estrellas, ocultándole la guía de los cielos, y unos amenazantes truenos, acompañados de fogonazos ocasionales, anunciaron que el infierno se iba a desatar en el mar.

A la mañana siguiente, Sean apareció en la playa, más cerca de los muertos que de los vivos. Los McCorn tenían una mula y una vaca en el establo: desvistieron a Sean, que tenía la piel casi de color azul, y lo ataron a los cuerpos de los dos animales, que se miraban con sus ojos inexpresivos mientras daban calor a Sean. Después de dos noches, Sean volvió a la vida.

Sean no dejaba de pensar en lo úl

timo que había visto antes de perder la conciencia… dos ojos negros, gigantescos, que le miraban desde el agua. Conocía las historias sobre los Selkies, la Gente del Mar, y se preguntaba si habría sido uno de esos seres quien le había salvado.

Con la luna llena, los Selkies se reúnen en un islote rocoso, y bajo la luz blanca, se despojan de sus vestidos de foca y disfrutan como humanos, desnudos y libres, bailando y haciendo el amor. Sean lo sabía, y esperó a que hubiese luna llena para dirigirse al islote. Allí se encontró con la criatura más hermosa que jamás había visto. Tenía los cabellos tan negros como los ojos, y su piel blanca brillaba bajo la luna. Desde esa noche, Sean no pudo pensar en nada más.

Los Selkies no son humanos, pero si un Selkie pierde su piel de foca, se verá obligado a vivir entre los humanos. Sean sabía que la chica tendría que quedarse a su lado si le arrebataba la piel. Esperó a la siguiente luna llena y, cuando ella abandonó la piel, mientras participaba de la fiesta de todos los Selkies, Sean se hizo con ella y se la llevó a la isla. La ocultó en su casa, en un lugar seguro, y regresó al islote. Los Selkies se habían marchado ya, y sólo quedaba ella, sentada, esperándole. Como si supiese por qué su piel era la única que no se encontraba allí. Sean la cubrió con una manta y la abrazó. Ella, suplicantes sus ojos negros, le pidió que le devolviese su piel. «No puedo», confesó él, «quiero que seas mi mujer». «Soy una Selkie», le dijo ella, «nunca serás feliz a mi la do».

Sean no se dejó convencer. La Selkie se convirtió en su mujer, y la pequeña casa de la isla se llenó de las risas de dos niños, preciosos, de cabellos y ojos negros. La amaba con una intensidad de otro mundo, y se esforzaba por que ella olvidase los fondos marinos, donde vivía su pueblo. Pero cada vez que los ojos de la Selkie se quedaban perdidos en la distancia, escuchando las olas romper en la playa, un velo de tristeza los empañaba.

Sean salió a pescar una mañana de primavera. Su mujer y sus dos hijos jugaban en la playa. El niño fue a la casa a buscar una cesta para coger cangrejos. Cuando volvió, corriendo, fue hacia su madre y le tiró de la manga del vestido. «¿Por qué hay una piel de foca, que huele mal, escondida en el altillo?». Los ojos de su madre se encendieron con la llama de la esperanza. «¿Cómo dices?», le preguntó. «Hay una piel de foca en el altillo, escondida detrás del baúl donde papá guarda las cosas de sus papás?». La Selkie acarició la cabeza de su hijo, nerviosa, le dio las gracias, le besó, luego besó a la niña y salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia la casa.

La pesca fue buena, y Sean pudo regresar a casa antes de que el sol estuviese alto. Remaba con fuerza, sintiéndose contento, y miraba cómo el peso de las redes hacía que la barca flotase baja. Estaba a unos cien metros de la playa cuando oyó los sollozos. Se extrañó, y se giró. Vio a sus dos hijos en la playa, llorando y señalando un punto en el agua. Un punto donde sobresalían dos ojos oscuros, que le miraban con una lástima infinita. «Lo siento», parecían decirle. Sean sintió que su corazón se rompía. Las lágrimas le empañaron los ojos, y cuando las apartó, los dos ojos negros ya no estaban allí. Destrozado, volvió a tomar los remos y fue hacia la playa, para consolar a sus hijos.

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