El jardín de los árboles olvidados

El jardín de los árboles olvidados

  • El regreso. Septiembre de 1975

A mi padre le gustaba fumar cigarrillos de picadura, sobre todo el que mi madre le liaba después de cenar y mientras se tomaba una copita de aguardiente. Ella hurtaba siempre un pequeño sorbo. El tabaco se lo suministraba Tomás, su amigo estanquero, a cambio de algunos trabajos de carpintería que mi padre le realizara.

Años después, me despertaría con esos recuerdos, precisamente el día que volvía a mi pueblo y al que no regresaba desde hacía algo más de doce años. Había estado soñando esa noche con mis padres y aún permanecía en mis labios un extraño sabor a tabaco cuando me levanté.

Aunque sin encontrar una explicación racional, mi paladar, mi lengua y mis glándulas eran capaces de segregar el sabor de los sueños. Desde los más amargos a los más dulces. Todos pasaban a formar parte de mi boca y yo los reconocía nada más abrir los ojos. Nunca pregunté, pero recuerdo que una vez, siendo pequeña sorprendía a mi abuela materna hablando con madre sobre el tema, ambas callaron al entrar yo.

¿Tenía que hacer aquel viaje?, aunque entonces desconocía su trascendencia y lo que representaría en mi vida. Recuerdo cómo la noche anterior al viaje, repasé la maleta, di vueltas a la manilla del despertador, y me quité los rulos. En aquella época era muy previsora. No dejaba nada al azar.

Me levanté con tiempo más que suficiente para no tener que andar con prisas. Aunque el taxi estaba avisado, me inquietaba depender de una nota que la mujer de la centralita tomó de manera rutinaria y quizá con cierta desgana. Mi naturaleza desconfiada no descartaba tener que tomar otra vía alternativa llegado el caso. Por aquel entonces, la rutina y una escrupulosa organización marcaban el ritmo de mis días. Eso me daba seguridad, una seguridad impostada quizás porque, años atrás, la vida me había sorprendido sobremanera.

La casa se hallaba aún en penumbras cuando me levanté, con cierta sensación de frío que anunciaba el final del verano. Tras los cristales, una lluvia de barro, había dejado sobre la ciudad una pátina de color pardusco. Aún se hallaban las farolas encendidas. Sentada, justo al lado de la lamparita, releí la carta certificada que me notificaba la cita para la lectura del testamento.

La tarde antes llamé por teléfono a mi prima Matilde para comunicarle mi viaje. Se enfadó un poco por habérselo dicho en el último momento.

Sentada dentro de la pequeña garita de teléfonos de la Plaza del Sol, en el barrio de Gracia, le confirmaba que iría; al igual que meses atrás excusé mi ausencia, sin demasiados argumentos, para el sepelio de la tía Milagros, la hermana de mi abuela. No me importó lo más mínimo que me pudiesen despellejar viva en el pueblo. Casi me deleitaba pensar en la idea de que hablasen de mí, era la forma de salir del olvido en la mayoría de las memorias de la gente de la localidad. Pero la realidad fue otra bien distinta: no tuve demasiadas ganas de ir al entierro de alguien a quien nunca profesé demasiado aprecio.

Era consciente que al regresar al pueblo tendría que afrontar conversaciones pendientes. Desde que se hizo patente el viaje, un sabor agridulce me subía desde el estómago a la boca.

Los imprevistos me ponían nerviosa. La noche del viaje apenas si pude dormir. El viento había rugido con fuerza, ese mismo viento que hacía crujir las ventanas del amplio dormitorio en el colegio de las Hermanas del Perdón, el colegio de religiosas donde pasé algunos años y que parecía pronosticar malos presagios. Odiaba su aullido. Para vencer ese recelo, de pequeña, me imaginaba las ramas de los árboles del jardín como grandes renos que golpeaban los cristales con sus astas. Desarrollé por aquel entonces la imaginación desbordante que me ha acompañado a lo largo de mi vida y que, pienso, me ha ayudado a sortear las dificultades.

Mientras esperaba el taxi, observaba como los muebles se desdibujaban en sombras deformes sobre la pared, cada vez que la luz de algún vehículo se colaba a ráfagas por la ventana. Una pared de flores, un papel pintado que colocamos, mis hijos y yo, cuando nos mudamos al piso.

Cuando los chicos se fueron, el piso me quedaba grande como un traje heredado. Los echaba de menos. A veces, entre las sombras, volvía a oír sus risas.

Era curioso, a tan sólo un día de mi cuarenta cumpleaños, me sentía vieja, quizás cansada. Echando una mirada hacia atrás, todo había transcurrido demasiado rápido.

Nunca había pasado un cumpleaños sin mis hijos. ¡Mis hijos, lo mejor que tengo en el mundo!

Me sobresaltó el ruido metálico del porterillo y con paso apresurado me acerqué a descolgarlo. Tras unos segundos sólo dije:

-De acuerdo, ahora bajo -y mis palabras retumbaron con grave eco.

A la salida me dije: -Vamos allá, Rosario-. Mientras enderezaba el letrerillo de madera de la entrada: “Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”.

Encontré al conductor fuera del auto, apurando las últimas caladas de un cigarro, y con gesto amable tomó la maleta para guardarla. Apenas nos dimos los buenos días. El Seat 1500, negro y amarillo, casi imperceptible sobre una mañana aún dormida, exhalaba fogonazos intermitentes por el tubo de escape, un humo grisáceo que difuminaba más si cabe su contorno.

Sentada en el asiento trasero, mientras el vehículo rodaba por las calles vacías de Barcelona, contemplaba una ciudad distinta. Algunas luces amarilleaban a través de las ventanas del vecindario. Bloques en silencio, con cientos de corazones palpitando en su interior. Cada uno con una historia. La ciudad era sorprendente a aquellas horas de la mañana y aunque no era la única vez que la contemplaba así, aún por despertar, se me antojaba diferente, desconocida, algo misteriosa incluso. Durante el día aquel barrio era bullicioso y la gente deambulaba por él con aire festivo, sin embargo a estas horas, parecía que los fantasmas fuesen a salir de los húmedos adoquines o de las oscuras esquinas.

Sentí la mirada del conductor a través del espejo retrovisor, quizá esperando encontrar en mí algún atisbo de conversación. Pero no tenía ganas de hablar, no era, ni soy, especialmente charlatana. Mi vida se ha forjado de silencios y de palabras ahogadas y me resulta incómodo hablar cuando no es preciso. Radio Nacional de España emitía, a través de un pequeño transistor colocado sobre la guantera y sujeto con cinta aislante, un nuevo parte sobre el Generalísimo; éste último, decía ser algo más esperanzador. Giré la cabeza hacia la ventana. El asfalto aún contenía restos del barrizal en que se había convertido Barcelona y los coches denotaban la suciedad de esa llovizna.

Mientras contemplaba la ciudad, recordé mis principios en ella, porque si bien el desarraigo lo sentí al llegar a Barcelona, en estos momentos percibía que podría ser a la inversa: me podría sentir extraña en mi propia tierra. Tengo mis recuerdos claramente divididos en dos mitades, entre el pueblo y la ciudad, con Andrés, mi marido, y sin él.

Sabía además que habría una serie de preguntas que tendría que contestar y otras muchas que formular. Había aparcado el tema de Andrés en un pequeño recodo de mi cabeza, para no volverme loca quizá. En los días previos al viaje, desde que me llegó la carta, no hacía otra cosa que darle vueltas a esa idea.

El conductor frenó de forma inesperada devolviéndome a la realidad. La entrada principal de la estación de Francia se hallaba repleta de gente. Había amanecido, apenas sin darme cuenta. Las farolas aún lucían pálidas cuando atravesé los arcos del edificio y pisé la rosa de los vientos que dormita en el suelo. Busqué los paneles que me indicarían el número de andén desde donde saldría mi tren. Me cruzaba con gente anónima, la mayoría acompañados de familiares, y eché de nuevo en falta a mis hijos.

Encontré mi tren bufando en el andén número dos. Los carteles así me lo anunciaron. Aunque llegué con tiempo suficiente ya había gente entrando en él.

Subí los dos peldaños que me elevaban del andén y me acomodé en mi compartimento del coche cama. Estaba sola al principio, así que estiré las piernas en el asiento de enfrente. Mi vista se fue de inmediato a las medias y giré con cuidado el nailon al notar una pequeña arruga en la pantorrilla. La puerta del vagón se abrió y eso me obligó a cambiar de posición y a pedir disculpas. Un señor con una maleta pidió permiso con amabilidad fingida. Le seguían su mujer y dos niños de entre seis y ocho años. Les sonreí con cortesía y crucé con ellos un par de frases más.

Algunas frases de cortesía más y el Andaluz comenzó su marcha, de manera tímida al principio, poco después, comiéndose las vías con ansia, mientras recorría la trastienda de la ciudad, dejando entrever las ventanas traseras de los edificios. Una mañana que empezaba a despertar, por los tristes ojos de aquellos hogares grisáceos que traspasaban las vidas ajenas, y que yo podía observar desde mi movible palco. Un escenario enorme y perfecto, con sus actores, vidas anónimas que podía contemplar con la fugacidad de una mirada. Terrazas con prendas tendidas, ropas que parecían, con la suave brisa de la mañana, banderolas saludándome en un viaje hacia mi pasado.

SINOPSIS

Rosario Mendoza, una mujer de mediana edad de clase trabajadora, se ve obligada a separarse durante varios años de Andrés, su marido, por las actividades políticas de éste contra la dictadura de Franco.

La muerte de la tía Milagros, administradora de los bienes familiares, obligará a Rosario a regresar a su pueblo natal y a encontrarse con sus recuerdos y con algunos hechos inesperados.

La narración se desarrolla en un barrio de Barcelona y en Almedinilla, pueblo de la protagonista, en el sur de España.

Mediante el viaje en tren de la ciudad al pueblo, Rosario realiza otro viaje paralelo en el tiempo, pero esta vez hacia dentro de sí misma, de sus vivencias y de las personas, amigos y familiares que han ido formando parte de su vida.

Algunos de estos personajes cobran especial relevancia: la abuela Lucrecia, cuya azarosa historia personal se remonta a la guerra de Cuba; y Gertrudis, la gran amiga de la infancia a la que la vida no ha sonreído. También Matilde, a quien la protagonista prodiga un especial cariño, tendrá un destacado peso en la historia.

Los personajes van componiendo un entramado de sueños, ilusiones, pasiones y experiencias que componen el gran mosaico humano que enmarca la narración.

La autora nos traslada a una época de enormes contrastes sociales, a una España sometida por el miedo, la pobreza y el sistema de creencias que caracterizó a la dictadura franquista.

Los lastres de la Guerra Civil, las rivalidades no resueltas y la lucha política en la clandestinidad constituyen el contexto ideológico de la novela.

Hay un juego constante de emociones donde no faltan la ingenuidad, el humor, las envidias, el amor y, finalmente, la esperanza.

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