No se juega con la comida

No se juega con la comida

Tan sólo Dios y la muerte rompen con una amistad

Julián despertó, y le fue imposible volver a conciliar el sueño. El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo que recorría viejas cañerías. Tras dejar su peluche sobre la cama fue hacia el comedor, se paró en una silla, y estiró el brazo por sobre la heladera, para robarse las últimas rodajas de pan con chicharrón de cerdo: especialidad de su mamá.

    Se calzó sus bombachas de gaucho, zapatillas con abrojos, se abrigó, y salió a la galería. Los ganchos de acero ondeaban sobre el alambre del tendedero, y sobre una mesa de madera, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes por la faena.

    Después, miró hacia el patio, y recorrió el escenario: la cadena rodeando el tronco, enganchado el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, el balde, y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— echados sobre la hojarasca.

    Tras media hora, la peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro, lleno de agua; y a un costado entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio rienda suelta a unos amargos. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

    Julián nunca imaginó este final para su chancha. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.

    Su amistad se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contras las ancas de su madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba, mientras le acariciaba la franja negra que cruzaba entre la blancura del lomo.

   

    —Ay mijo… quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo —. Se lamentó su papá la noche anterior tras arroparlo.

    Y, algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros: reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián, y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos prendido como una liendre. Así de mansita era la Pancha.

    Julián trepó las ramas de un paraíso hasta llegar a la copa, y desde ahí la pispeó: los peones la traían por el bajo, arreándola de a pie. Una soga le cinchaba el cogote, y tranqueaba con capricho arrastrando su gordura. Y, cada tanto, se detenía a relucir sus mañas; pero con gritos y revoleos de poncho, la peonada conseguía que dé unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para… no comprendía en verdad para qué. Tal vez al reconocerlo le aliviaría el temor. De lo que sí estaba seguro es que, al oír su silbido, la estaría guiando a la muerte, entonces prefirió el silencio.

    Cuando lograron traerla, la manea se le enroscó entre las patas traseras. Los peones se aferraron a la soga, y la izaron a la cuenta de tres. Los gritos de Pancha retumbaron en cada esquina, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor.    

    Un paisano se acercó al animal. El trinar de gorriones se amansó de golpe, y los perros levantaron las orejas presintiendo una desgracia. Parado frente a Pancha, el paisano desenvainó el facón sin voltear la mirada… para no encontrarse con ese par de ojos nuevos, los de su hijo, que con desprecio observaba desde arriba el ritual.

    El hombre apoyó su rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que apretar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.

    La Pancha lo miró sin pestañear. Quién sabe que sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablanden: de una estocada certera libró los chillidos del animal, y Julián cubrió su cara como queriendo atajar las lágrimas. 

La sangre caía de a chorros, y Barbucho, en un intento trunco por meter su hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde:

    —¡Vamos a tener buena morcilla! —gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.

    El paisano no respondió, y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro, y con pitadas largas lo fumó, como si en ese acto de soledad se fuese a limpiar su conciencia.

    Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo, y la fueron recostando lentamente hasta dejarla postrada, sin vida.

    Desde la casa se oyó un grito:

    —¡¡¡A cambiarse Juli. Se te hace tarde para ir a la escuela!!!

    Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga, bajó del árbol, y se fue sin mirar atrás.

    La madre le ayudó con el guardapolvo, y mientras lo peinaba buscó quitarle lo apichonado: 

    —Andá que tus amigos te van hacer olvidar lo de Pancha por un rato. Mirá, te aseguro que el día va a pasa volando, y cuando menos lo pienses estarás con nosotros en la querencia. 

Ella prometió esperarlo con una buena taza de mate cocido y rodajas de pan casero. Aunque, esta vez cambiaría la receta: harina de trigo, agua, levadura y sal; sabía que su hijo andaba pálido de ánimos, como para andar comiendo chicharrón.

Autor: José Larralde

Título: Sobran las palabras

Album: Como quien mira una espera

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