Los huesos de Celia

Los huesos de Celia

#Marionetas


Puede que Celia nunca existiera, que jamás hubiera un hospital tan lúgubre como el de este cuento, aunque bien podría haber ocurrido tal cual lo narro.

Despertares

Manicomio de Andorra La Vella, 19 de abril de 1913

¿Cómo explicaros aquel despertar solo con palabras? Haría falta comprobar el peso de su cuerpo, el olor a medicina… sentir bajo su piel todo ese dolor…

Primeramente, nota escozor en el pómulo, aunque pronto cae en la cuenta de que se trata de un eco del pasado, porque la herida de debajo del ojo hace meses que quedó restañada; acto seguido, lo que recorre su cuerpo menudo es un escalofrío, como un efímero rayo, el cual no es más que la consecuencia del terror que la asalta al comenzar un nuevo día. Sin embargo, tras ese agrio impasse, únicamente queda vacío.

«Otra mañana más» musita.

Se incorpora del lecho y va directa a la ventana, abre los marcos de par en par, y, ya inmersa en su ritual matutino, contempla a través de las rejas la imponente montaña, repleta de pinos negros pirenaicos. Aquel acto goza de mucho sentido: necesita adular a esos seres vivos, que se aferran a la pendiente en medio de las más duras condiciones; sí, siente envidia, querría parecerse a ellos y echar raíces profundas en la tierra. Por tanto, sacando fuerzas de flaqueza, clava las uñas en sus palmas, hasta que las lágrimas brotan de sus ojos, resbalando con presteza hacía su mentón…

«Ellos ya estaban ahí sufriendo antes de que tú llegases a este mundo… nunca se quejan, solo resisten».

Aquella especie de arenga la alivia, al igual que a alguien que lo ha perdido todo y busca el camino hacia algo nuevo. Entonces, su organismo reacciona, esta vez para bien, de forma que cinco segundos después ya está sonriendo, sabedora de que, aunque nunca sanase del todo, jamás cejaría en el intento.

«Todo irá mejor. Me lo merezco» se anima, mientras ensortija su pelo negro a través de sus afilados dedos.

De esta aprendida manera, Celia supera su enésima alba, justo unos minutos antes de que suene el timbre y toquen diana para todas aquellas “enfermas mentales”.

Batalla

Huesca, 19 de julio de 1912

La gruesa puerta retumba a cada patada que Raimundo le da, pero ella permanece impasible, tan solo atiende a ese dolor agradable que punza su húmero; siente que ha ganado su particular batalla, más allá de que el brazo titile al son de la inflamación. También le escuece el pómulo, pero no le importa, de ahí que por la mejilla únicamente se le escurra un hilo fino de sangre, ninguna lágrima. De esta guisa, mientras afuera, en el pasillo, su marido le concede la más amplia licencia a ese demonio que lleva dentro, ella siente, por primera vez en todos esos meses, que se ha liberado de esa prisión.

Y así, entre el pequeño hueco que deja el inodoro, el bidé y el lavabo, Celia se enrosca y entra en un sueño profundo, iniciando un viaje hacía un lugar desconocido.

—¡Mala pécora! ¿Cómo osas salir de casa sin mi permiso?… ¿Querías tomar el sol con la niña? No verás la luz del día cuando te recluyan. Diré que estás loca y me quedaré con mi hija. Te pudrirás sola —vocifera aquel ogro.

Pero Celia ya no lo oye.

Deseos

Manicomio de Andorra La Vella, 19 de abril de 1919

El tiempo todo lo cura o todo lo estropea. Esto último le sucedió a Celia. Pronto los minutos fueron horas, las horas días, los días semanas, las semanas meses y los meses años, hasta llegar a ese momento en que su intención quedó completamente nublada por los efectos del opio y de la desesperanza.

Aquella noche, al guarecerse bajo la manta, deseó lo mismo que otras muchas noches…

«Dios mío, hazme desaparecer, que mañana no haya un amanecer para mí».

Cuando al día siguiente sonó el timbre, la celadora descorrió los cerrojos de las veinte habitaciones y esperó a que se dejasen ver las pacientes a lo largo del corredor. Enseguida, echó en falta a Celia. Eso ya era noticia, no obstante, lo raro no fue que aquella joven no saliera, lo que resultó del todo inexplicable fue que, al asomarse a la estancia, la encontrase vacía.

Castaños

Andorra la Vella, 19 de abril de 2019

Celia tiene los mismos ojos que su bisabuela, aunque ella no lo sabe, porque no conserva ni tan siquiera una fotografía suya. Todo lo que conoce de su heroína es de oídas, fruto de las largas conversaciones en las que su abuela le narraba viejas historias familiares. Al aparcar el coche en la explanada de aquel hotel rural, tiene bien claro lo que ha de hacer, no en vano le ha llevado hasta allí todo un largo año de pesquisas…

Obvia el edificio de enfrente y se dirige en dirección opuesta, cruzando la zona ajardinada. Allá, a unos pocos metros delante de ella, hay una docena de castaños, luciendo tal como en la foto de internet. Ha llegado hasta aquel improvisado cementerio, el cual apenas si cuenta con cincuenta metros cuadrados de terreno, superficie suficiente para albergar una veintena de descuidadas sepulturas de estelas oxidadas; algunas, las más afortunadas, cuentan con grabados sobre la piedra… Ese es justo el caso de la tumba que busca.

«Celia Mínguez Azpilicueta. Nacida el 19-04-1890 y fallecida el 19-04-1919. La atormentaron sus fantasmas hasta que una mala madrugada, el día de su cumpleaños, estos se la llevaron».

Celia García Solís también nació un diecinueve de abril, aunque de mil novecientos noventa. Hoy cumple veintinueve primaveras, exactamente el tiempo que vivió su ancestro. Ella también es una joven fuerte, pero, ante todo, es un ser libre.

—Por fin te encontré… Te traje flores, aunque me da cosa dejarlas sobre la lápida, porque no sé si llegaron a enterrar aquí tus huesos, o si, en realidad, te volatilizaste para hallar un lugar mejor.

Celia, la nueva Celia, desconoce que su bisabuela, de alguna forma, habita dentro de ella.

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#Dedicatoria

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