MI HIJO, EL MUSICO

MI HIJO, EL MUSICO

Eran otros tiempos, mejores, la recreación en las escuelas se tomaba en serio, recuerdo como nos visitaban coros profesionales, la sinfónica y grupos musicales.

El fin de semana, de pase en casa, como siempre conversé mucho con mi mamá, le conté de la beca, le hice esta anécdota:

En días pasados recibimos una brigada de artistas nacionales. Esto motivó a los muchachos y sobre todo a Alecito, se empeñaron en formar un combo, realmente llevaban meses en eso, cuando ya parecía imposible, le donaron a la escuela un módulo de instrumentos musicales, vino un instructor a ayudar a los muchachos y empezó a probarlos uno a uno según su especialidad y le tocó a Alecito:

  • ¿Y tú, Alecito, vas a ser el cantante? —preguntó el instructor.
  • No, yo no sé cantar.
  • ¿Qué instrumentos tocas?—indagó el técnico. A lo cual contestó muy bajo a sabiendas de que estaba haciendo una confesión.
  • La Pandereta.

La noté muy seria, no le dio gracia mi cuento y de sopetón, me suelta:

  • Yo quiero que seas músico, en mis sueños te he visto encima de un escenario, con tu guitarra.
  • ¡Mamá! Yo no tengo talento para eso.
  • Se aprende hijo, voy a hablar con Ricardo para que te enseñe y te tengo una sorpresa para la próxima semana.

Regresé a la beca, olvidé el asunto, al menos aquí podía escoger novias sin escuchar los criterios de mamá: “Esa no, tiene las patas sucias” “María es mi amiga, pero esa hija de ella, ni tan siquiera friega un plato en su casa” “Esa es otra que es un búcaro, solo sirve de adorno” como si yo las quisiera para casarme.

El próximo fin de semana, vino la bomba, encima de la cama dentro de un estuche de tela rosada hecho por ella, estaba lo que evidentemente por su forma era una guitarra.

El primer problema fue afinarla, mandó a buscar al hijo de Pedro, músico empírico, cantante de punto guajiro e improvisador del grupito del batey, quien me dio las primeras clases de afinación. No entendí ni jota, pero quedó afinada.

Con Ricardo las cosas no fueron fáciles, me exigía un nivel al cual no podía llegar, en ocasiones perdía la calma. Éramos muy buenos amigos, compartíamos secretos, en más de una ocasión lo acompañé en sus aventuras detrás de Virginia. Sencillamente no era correspondido y no se daba por vencido. Cuando apareció la guitarra, estaba herido, por lo tanto su primera clase fue de composición musical, una clase muy larga, finalizó con una canción para Virginia, letra de él y mía, música de él, por supuesto.

  • ¡Ya eres compositor!

Oyó mamá desde la cocina, semejante disparate, suficiente para lucirse en la comida, esa noche no se habló de otra cosa que no fuera música.

Ricardo le dio instrucciones: tuve tocadiscos, la colección de discos recomendada, cancioneros y un inmenso block de hojas blanca donde copiaría las canciones a trabajar. Los miraba y no podía creerlo, daban por hecho los logros del insipiente artista: yo.

A las semanas ya el block contenía una veintena de canciones, cuyas letras me aprendí y tarareaba durante gran parte del día, debajo de cada sílaba iba escribiendo en el block las notas musicales que me indicaban.

  • ¡Esta es La, esta es mi, ahora sol!

Para mi sonaban igual, pero ¿Qué no se hace por una madre amantísima? En argot popular: “LA PURA ES SAGRADA CONSORTE”.

Asi que me esforzaba al máximo, a la guitarra le sacaba un rayado, casi igual en todas las canciones, si el ritmo era movido, me salía algo a lo cual le pegaría el siguiente estribillo:

A comer chicharrón

A comer chicharrón

Mecánicamente logré interpretar dos o tres canciones, bien concentrado, sonaban más o menos. Y por fin llegó el día del debut, según el sueño de mamá, acompañaría a Ricardo en el escenario. Hace cincuenta años y sufro solo de recordar aquellos momentos. Dios es sabio, media hora antes de subir a la plazoleta al aire libre, comenzó a caer un torrencial aguacero, duró hasta pasada la media noche. Mamá como un soldado en atención no se fue de allí hasta confirmada la suspensión de la actividad.

La guitarra me daba cierto toque de personalidad entre las chicas, sobre todo las que nunca me oyeron tocar. Fui invitado por Ricardo a participar en las Parrandas, durante el viaje en el tren, pesqué a una chica, estuvo conmigo los tres días de fiesta y ni un acorde para ella, la guitarra la usaba mi amigo. Cuando regresé, ya era alguien importante en la comunidad, mamá me vendió como su hijo el músico, no había redes en esa época, ¿Quién la ve chocando con Facebook?

La realidad se impone, poco a poco ella fue perdiendo las ilusiones, le cambié la guitarra a Ricardo por un radio VHF Ruso, volví a dormir sin sobresaltos, mamá pasó unos días sin hablarme, al final me perdonó. Volvió a llevarme café a la cama, conversarme aun sin despertar, esperando la tasa vacía sentada en la cama.

Vino un día sin café, me zarandeo y me hizo una gran confección:

  • Estoy ahorrando, para comprarte un piano.

Unos días después de la repentina muerte de mamá, llegó el piano, lo acepté, nunca lo toqué, embellece mi sala y espera ejecutante, ese piano para mi es mamá.

A Ricardo lo veo menos, ya es un viejo igual que yo, al menos vive de la música: toca saxofón en una banda, está contratado en una orquesta los fines de semana y da clases de música. En la sala de su casa se muestra la guitarra en un cofre transparente, según él en honor a mi madre, a la amistad nuestra y a mi constancia en la música.

Si algo bueno me quedó de esta época, es el amor por la música, ejecutada por otros, ahora mismo mientras escribo me acompaña Richard Clemens con su Balada para Adelina, ¡Bello, ¿Verdad?!

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