Alicia llegó a mi vida como caída del cielo.

Una fría tarde de invierno, mientras me encontraba camino a casa manejando mi vieja Renault, al detenerme en un semáforo la vi a un lado del camino. Al principio me pareció que era una bolsa de basura que algún inconsciente había dejado abandonada de forma irresponsable. Sin embargo, al mirarla con más detalle noté que sus movimientos correspondían a los de un ser vivo. Cuando sus ojos enfocaron los míos, toda duda al respecto se disipó. Sin detenerme a pensarlo, y a recordar que me había prometido no volverlo a hacer, me orillé y, descendiendo con cautela de mi auto, me acerqué. Su tierna mirada me cautivó. Pedía, a gritos, ser auxiliada, ser rescatada de ese inframundo en el cual se encontraba sumergida. Dudé, pero entonces, como por arte de magia escuché, retumbando dentro de mi cabeza, la voz de mi mamá diciendo; “en la vida, hija mía, tú podrás renunciar a muchas cosas. Podrás cambiar tus costumbres, tus hábitos, tu manera de pensar y de trabajo. Podrás, incluso, cambiar hasta de religión. Pero lo que nunca lograrás dejar a un lado es tu naturaleza humana. Esa te acompañará desde que nazcas hasta el fin de tus días.” Entonces la tomé entre mis brazos y la coloqué, con mucho cuidado, en el asiento trasero de mi vehículo.

Llegué al hospital más cercano pidiendo a gritos atención. Un par de minutos habían pasado, cuando un doctor salió a mi encuentro y, sin preguntar nada y viendo la situación deplorable en que se encontraba, la tomó en sus brazos y empezó a oscultarla. Al cabo de un rato, que me pareció eterno, salió. “Ha perdido mucha sangre”, dijo. “Debemos operar de inmediato y hacer todo lo posible por salvarla”. Asentí con un leve movimiento de cabeza, y me dirigí a la sala de espera.

Más que sentarme, me aventé sobre el primer sillón que encontré. Mi adrenalina se encontraba al tope. “Necesito, con urgencia, un café”, pensé. Pregunté si contaban con una máquina expendedora y, al recibir como respuesta una negativa, salí a la calle en busca de una tienda de conveniencia donde poder obtener uno. A solo dos cuadras hallé, por fortuna, el tan anhelado líquido. Regresé al hospital y me senté, esta vez con más cuidado, a esperar noticias del galeno.

“Vaya día”, pensé, quién me iba a decir que al salir de la oficina, en lugar de terminar mis problemas, al menos por hoy, estos estaban recién comenzando. Este es uno de esos días en que se puede decir, sin temor a equivocarse, que se levantó con el pie izquierdo. Hoy la cafetera de la oficina claudicó, por lo que tuve que pasar gran parte de la mañana yendo y viniendo a la máquina expendedora. El papel de la fotocopiadora se terminó y, para acabarla de amolar, la afanadora no se presentó, por lo que todo el trabajo se me cargó a mí. Y mi jefe, de un humor del carajo, pues su esposa lo atrapó, infraganti, con la nueva recepcionista haciendo no sé qué cosas, aunque puedo imaginarlo, dentro del cuarto de archivo.

Me encontraba sumida en estos pensamientos, cuando el doctor salió a darme noticias sobre el asunto que, en ese momento me ocupaba.

—Logramos salvarle la vida —dijo—, ya se encuentra estable, aunque fue necesario amputarle una pata. Por favor pase a la caja a liquidar la cuenta para darle el alta.

Al recibir el total del monto a pagar, solo vi cómo a mis ahorros le salían alas, quedando mi saldo en ceros. “Adiós cambio de auto, vacaciones en Acapulco y renovación de guardarropa”, pensé.

Bueno, ya ni llorar es bueno. Quién me manda andar de redentor.

Lo que más coraje me da, es que había jurado que esto no se repetiría, y volví a caer. Hace ya varios años de la tragedia que me causó una depresión tan profunda, que gran parte de mi sueldo terminó en los bolsillos de un psiquiatra. Había recogido dos perros callejeros: uno tipo dóberman, al que bauticé como Nerón, y el otro cruza de pequinés con vagabundo, al que llamé Firulais. Aunque nunca se llevaron bien, logré que convivieran en armonía. Cada uno recibía sus croquetas en su plato, y siempre comían frente a mí, para evitar cualquier disputa. Un día, se me hizo tarde para el trabajo, por lo que le llené su plato a cada uno y salí como bala rumbo a la oficina. Por la noche, al retornar a mi casa, me topé con una imagen dantesca: por la cocina y la sala se encontraban dispersos trozos de carne ensangrentados. Cuando vi el collar de Firulais sobre un sillón, comprendí lo que había pasado: Nerón lo había destrozado para hacerse de su plato con comida. Furiosa, lo llevé con el veterinario quien, como era de esperarse, me dijo que era necesario sacrificarlo, pues una vez que un animal prueba sangre, es muy probable que lo repita a la primera oportunidad, por lo que ya no era recomendable tenerlo como compañía.

Fue así como, en un abrir y cerrar de ojos, me quedé sin mascotas. Resignándome a mi soledad, prometí que nunca me volvería a pasar un evento tan traumático. Y aquí estaba yo otra vez, tropezando con la misma piedra. En fin, como decía mi madre: “a lo hecho, pecho”.

Hace ya varios años de que, por fortuna, encontré a Alicia y, hoy que disfruto de mi jubilación y el tiempo ha hecho mella en mí, paso las tardes viendo mis programas favoritos en la televisión, con mi amiga, de solo tres patas, acurrucada en mi lecho, calentando mis ya cansados pies reumáticos.

CANCIÓN : ANONYMOUS HEROES 

ÁLBUM : CELEBRATE DANCE 2022

COMPOSITOR ; MARÍA JOSÉ FÉLIX VEGA (Majofelix)

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