Fuimos grandes viajeros y sin embargo, nuestro mundo se extinguió. No hubo meteoritos destructores ni voraces epidemias. Fue mucho más sencillo que todo eso. De tachar calles donde nos habíamos besado y emborronar así mapas enteros de capitales europeas, terminamos vagabundeando por aplicaciones de amor virtual, haciendo autostop emocional, con la mendicidad sentimental por bandera y tal falta de amor propio que hasta un intocable indio se habría apiadado de nuestros añicos.

¿Qué nos pasó en este tiempo? Desprendidos de todo amarre para poder navegar libres, partimos sin saber qué pasaría pero seguros de la valía de nuestra relación. Hubo trenes, barcos, aviones. Pocas turbulencias pese al vértigo de saltar al vacío. Lagos y montañas procelosas, aldeas y leyendas, volcanes, desiertos y tierras remotas. Nuestro pasaporte palpitaba a cada sello estampado mientras los corazones se impregnaban de la esencia de cada zoco, cada iglesia, de cada skyline y cada selva.

Viajar es vivir, partir y no volver. Eso decíamos siempre y así ocurrió, como una profecia mal escrita. Nuestros cuerpos regresaron a sus rutinas, pero nuestras almas siguieron libres su camino, quién sabe dónde andarán ahora. Las noches en Petra con sus sombras titilantes parecían advertirme lo que sucedería después, pero yo me aferraba a esa vacua realidad, a esos castillos de arena abatidos por el viento. Y seguimos viajando, contra viento y marea.

– Necesito más libertad – susurrabas casi sin darte cuenta entre sueños, entreabriendo tus labios y tensando las mandíbulas. ¿Acaso yo te la quitaba?. Parecía que volar ya no te hacía libre, o tal vez fuera yo el que te encerraba en tu jaula de grillos – ¿Dónde vamos hoy?- te preguntaba cada mañana con un té masala entre mis manos. El mundo era nuestro. Podíamos hacer lo que quisiéramos. ¿Por qué lo perdimos?

Te los comías con los ojos, Matilde, como en su día hiciste conmigo, sintiéndome el hombre más afortunado de la galaxia. Pero ahora no era yo tu capricho de araña, tu desafío personal, sino un trofeo añejo y olvidado, con el que por cierto, seguías viajando con cierto desdén y mucha mala quina. Yo había perdido ya ese exotismo y aura misteriosa que tanto te atraía, mientras que ellos, en cada esquina, en cada noche de estrellas o en cada bocanada de humo, parecían que te hacían soñar de nuevo, llenando tu insaciable curiosidad viajera.

Unas sábanas rojas destrozaron nuestro sueño precozmente en Myanmar. Esa nueva línea argumental, de la que jamás sabremos su final. Y ahí empezó el comienzo del fin. El irritante calor, las visitas a una clínica internacional y las dudas. De todo tipo y color. Bagán fue testigo de nuestro ocaso. Los sonrientes y vitalistas chicos de tez morena, maquillados con thanaka para protegerse del sol, eran el contrapunto a nuestro luctuoso estado de ánimo. Aquel tren estridente con sus vaivenes y sacudidas, la poética evidencia de que el viaje se torcía.

Seguimos viajando, aunque sin motores. Más bien, planeábamos. Y cada despegue se hacía más costoso. Y cada aterrizaje, más accidentado. El mundo nos sorprendía menos, nos cansaban las playas paradisiacas, no nos asombraba ni el más fausto y radiante de los templos y nuestra convivencia se convirtió en una rutina automática, un expendedor de sentimientos, un cuadro de lo más costumbrista y ramplón. Ese amor a plazo fijo no nos daba ya intereses.

A los 14 meses, en las islas Fiji, escribí mentalmente aquella Carta a los hijos que nunca tendré. Inundado de estrellas y mareas, recurrí a tal subterfugio para darme daba cuenta de lo que no podía ser. De lo áspera que se torna una vida cuando dos caminos se separan, aunque sea solo en concepto. Después, todo fue rápido, sin tregua ¿te acuerdas?. Yo regresé en un abrir y cerrar de ojos para despedirme de mi abuela. Tu preferiste explorar esas rutas incas al atardecer. Pero se te olvidaron las migas de pan. Y no pude encontrarte de nuevo. Ni tampoco con llamadas, emails o cartas.

Desapareciste de la faz de la tierra. Al menos para mí. Nunca brillaste por sopesar decisiones. Tampoco por falta de impulso. Por eso no te culpo. Pero, ¿de verdad era necesario hacerlo así?, ¿tan difícil era decírmelo a la cara?.

Ahora, que entre el lunes y el martes me sobra tiempo para necesitarte, que mi cafetera italiana me recuerda los motores de un avión en pleno despegue y que las palmeras de esa avenida cercana a tu casa, me evocan lejanos atardeceres de sueños y caipiriñas, es cuando más necesito un mapa para encontrarte, una brújula con la que guiarme, un destino donde soñarte. Nunca comprábamos recuerdos – Eso es de turistas – me decías, con esa sonrisa tentadora que dejaba al descubierto tus hoyuelos y más de una vez, tus intenciones – Nosotros somos viajeros-. Sin embargo, ahora pagaría mil millones de cualquier sucia moneda, sin regateo, por contar con algún souvenir barato made in China donde al menos sentirte viva.

Más de dos años y veinte países, Matilde. Tantos recuerdos como lágrimas. Tantas sonrisas como atardeceres. ¿Y ahora qué?. Conocerte fue una suerte, quererte una condena y deshacerme de ti…eso todavía tengo que inventármelo.

He puesto sellos de todos los países que visitamos juntos en el sobre. Y varias direcciones de hostales donde pernoctamos. Y de un par de playas donde «vimos atardecer» (por decirlo con decoro). El cartero se va a montar un lío bueno cuando lo lea y no creo que estas líneas lleguen a ningún lado, pero al menos tenía que intentarlo.

¡Buenos viajes!

FIN

lugares de inspiración: varios países del mundo (Myanmar, Fiji, Jordania, China, Rusia…)

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