Al dormirse, soñaría con los buenos viejos tiempos en los que Elisa aún estaba presente en su vida. La vería acercarse a lo lejos, en un prado coronado por un glorioso cielo de primavera, lleno de luz y nubes blandas. Al llegar junto a él, le tomaría de la mano y así le llevaría, dedos entrelezados con los suyos, por los círculos del infierno que el profesor de literatura les describía en clase mientras ellos, en los bancos del fondo, prestaban más atención a las sutilezas de sus pieles, de sus poros y olores corporales, que a la advertencia que presidía, en forma de rótulo, las puertas del infierno. «Abandonad toda esperanza, oh vosotros que entráis». Y al despertar, inevitablemente, un llanto desgarrador le haría abrazarse a la almohada, hundir en ella el rostro arrasado de lágrimas y ahogarse contra el suave tejido y el mullido relleno.
Seis meses más tarde, había perdido casi diez kilos. El planeta seguía girando y describiendo su órbita elíptica alrededor del sol, las estaciones se habían sucedido y se aproximaba el verano. A finales de mayo, acompañó a los padres de Elisa a visitar la tumba. Fue una petición expresa de su madre, «ves a verla al cementerio, hijo mío, a ver si así se te pasa esta pena que te está royendo por dentro», y así, se vistió con una camisa que flotaba sobre su figura raquítica, un traje de color oscuro que le quedaba grande a todas luces y la corbata que ella le había regalado el año anterior, cuando una prima les invitó a su boda. Frente al espejo, se hizo un nudo doble, como su tío le había enseñado, y luego la ajustó sin problemas al cuello que le quedaba amplio. Estuvo listo quince minutos antes de que pasaran a buscarle. Se sentó en el sillón del salón a esperar. Su madre, que aquel día no trabajaba, le trajo un pañuelo doblado de color naranja y le dijo que se lo colocase en el bolsillo del pecho de la americana.
-No me gusta verte tan serio y formal, el entierro ya tuvo lugar.
-No me apetece -protestó él-. No me veo con eso en el bolsillo, como si fuera de boda.
-Hazlo por sus padres -insistió la madre-. Ya tienen bastante con haber perdido a su hija, que vean un poco de alegría, aunque tú no estés para batir palmas, ¡ay, hijo mío!, ¡qué pena tan grande me entra cuando te veo marchitarte así!
Tomó el pañuelo de manos de su madre y con cuidado, lo dobló y lo introdujo en el bolsillo del pecho, dejando la parte superior sobresalir. Sonó el interfono y se levantó como accionado por un resorte.
-Hasta luego, mamá -se despidió con un beso.
La lápida no se había movido. La tierra sobre el ataud, tampoco. Elisa seguía tan muerta como hacía seis meses. A su lado, la madre lloraba en silencio y el padre no apartaba la vista de sus pies.
-¿Cómo estás? -le preguntó el padre.
-Con ganas de boxear -respondió sin pensarlo-, de boxear y de darle una paliza a alguien.
El padre de Elisa asintió con un vigoroso cabeceo.
Se apuntó a clases de boxeo tailandés al día siguiente, en un gimnasio que le habían recomendado, a cinco paradas de metro de su casa. Consiguió ganar tres kilos en dos meses, y también que le cambiase la expresión de la cara, que antes la había tenido de niño bueno que nunca ha roto un plato, y ahora se le volvió más oscura, amenazante casi debido a los músculos que desarrolló de encajar golpes y de morder con fuerza el protector dental. Se le endurecieron las tibias y los codos a fuerza de golpear sacos con ellos.
Seis meses más tarde y otros tres kilos sobre los huesos, se disponía a disputar su primer combate amateur. En el otro rincón del ring, había otro muchacho delgado, la piel tirante sobre los músculos finos y estirados, las manos en los guantes de ocho onzas y el calzón rojo chillón. Su calzón era de color naranja. El arbitro les hizo señas para que se acercasen. Y un hondo suspiro, largo tiempo contenido en las profundidades de su diafragma, le subió por la traquea y casi le hizo soltar el protector dental. Sintió las lágrimas empañarle la vista. El arbitro le preguntó si se sentía bien. Escupió el protector.
-Llevo seis meses enfadado con el mundo -dijo él, al tiempo que se quitaba los guantes y los tiraba sobre la lona.
Se dio media vuelta y bajó del ring, entre los abucheos del público y la sorpresa mayúscula de su entrenador, que intentaba hacerle reaccionar. Pero era inútil. Él ya no estaba allí, en aquel pasillo que llevaba a los vestuarios, y no iba a volver por mucho que le zarandeasen. Se cambió, se colgó la bolsa de deportes del hombro y metió las manos en los bolsillos. Adiós, Elisa, pensó, hasta siempre, amor mío.
De camino hacia su casa, se detuvo en una esquina, bajo una farola. Por la acera de enfrente, en busca de una zona ajardinada, un hombre de una cierta edad paseaba a su perro. Y sin saber por qué, se quedó mirándole, bajo el haz de luz artificial, hasta que desapareció calle arriba, con el perro tirando de la correa mientras husmeaba el suelo con fruición, en busca del olor de los suyos.
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