Manolo siempre había tenido buena música en el bar. Raro era el día que no ponía alguna cinta de Frank Pourcel, Antonio Machín o Jorge Sepúlveda en el radiocasete.
Pero todo cambió cuando su hijo Manolín cumplió los cincuenta y como regalo de cumpleaños decidió traspasarle el negocio.
Por el bar de Manolo hemos pasado casi todos los de la fábrica a tomar el Ribera de la tarde y a echar la partidita de dominó, y al jubilarnos, unos cuantos seguimos la costumbre.
Manolo, Berna, Fermín y yo éramos buenos amigos desde el principio.
A los cuatro se nos notaba un poco el paso del tiempo, pero desde luego nada que ver con el resto. Berna quizá era el más tocado, el lumbago había hecho que se encorvara un poco, originado probablemente por los sacos que se cargó en la espalda cuando trabajaba en el almacén.
Fermín, en cambio, seguía tan derecho y estirado como cuando le conocí, como si el pañuelo de seda que llevaba anudado al cuello le sujetase firmemente las cervicales. Presumía de que “en la mesa y en el juego se conoce al caballero” y ese talante le había servido para ser el comercial de la fábrica que más incentivos cobrase durante años. Sólo por acercarse demasiado las fichas de dominó a los ojos, podría sospecharse que algo le fallaba la vista.
Por mi parte, quitando el temblor del Parkinson de la mano izquierda, tampoco estaba tan mal. Seguía escribiendo mis relatos con la derecha, como cuando trabajaba de administrativo, pero me tuve que olvidar para siempre de tocar mi vieja guitarra.
A los cuatro nos fallaba un poco el oído pero siempre llevábamos los audífonos al máximo volumen para no perder detalle. Regalo de la fábrica al jubilarnos por los servicios prestados.
La cuestión es que cuando Manolín se hizo cargo del bar, lo primero que hizo fue cambiar el viejo televisor por una enorme pantalla de plasma que instaló en el fondo del local, justo al lado de las mesas donde los jubilados echábamos la partida.
Al principio sólo la encendía cuando había fútbol pero luego descubrió el canal de música y allí la tenía puesta a todo volumen desde que abría por la mañana hasta que cerraba por la noche.
A partir de ese momento, los clientes fueron cambiando, y los jubilados, ya sea por la música
ruidosa o porque la residencia les fue engullendo, dieron paso a un público más joven y escandoloso que sólo se comunicaba a gritos.
Nosotros cuatro fuimos los únicos que aguantamos, a pesar de que Manolín nos cambió la mesa al rincón, al lado de los servicios, diciendo que ahí estaríamos mucho más cómodos.
Resistíamos como los últimos de Filipinas hasta que una tarde ocurrió.
Se jugaba el derby Sevilla- Betis y el locutor del canal de la tele nos estaba volviendo locos con
esa pasión exagerada con la que comentaba el partido. Además, Manolín había subido aún más el volumen y el bar estaba completamente lleno. La locura se desató entre la gente con el gol del empate. Gritos, aplausos, golpes en las mesas y el maldito locutor chillando aún más.
Fue entonces cuando Berna ya no pudo más. Se levantó de la silla, se sacó de golpe el
audífono del oído y lo estrelló contra la mesa, gritando con fuerza:
“¡CAGÜENELPUTORUIDO!”
Nos miramos los tres asombrados y a la vez, con una complicidad mosquetera que
nos invadió a todos, nos levantamos también, nos quitamos los audífonos y los estrellamos
contra la mesa, gritando al unísono:
“¡CAGÜENELPUTORUIDO!”
Nadie nos hizo caso.
Tan sólo un par de chicas se giraron y nos miraron por encima del hombro, volviendo
a brindar con sus jarras de cerveza.
Pero algo cambió en nosotros. Ya no oíamos el ruido. Parecía como si tuviéramos un gigantesco mando a distancia con el que habíamos bajado el volumen del bar al mínimo. Aún se oía al locutor gritando el gol y a la gente vociferando, pero ya muy bajito, casi sin molestar.
Nos miramos entusiasmados por el descubrimiento y levantando la copa de Ribera en alto juramos solemnemente que nunca más volveríamos a ponernos un audífono.
Hoy, pasados ya unos cuantos meses, todo ha cambiado para mejor. Manolo se ha
especializado en interpretar el lenguaje corporal de los clientes, sobre todo después del
Mundial de fútbol de Catar. Berna ya puede disfrutar de su paseo matutino por la avenida
sin que le molesten los bocinazos de los coches ni las sirenas de las ambulancias. Y Fermín
está más tranquilo desde que ya no escucha los tacones de su vecina del piso de arriba, “A
una mujer no se le pueden criticar ciertas cosas” comenta aliviado.
En mi caso, estoy leyendo más que nunca. Por la noche, cuando mi mujer parece competir a gritos con uno de esos programas de la tele como el “Sángrame Naranja”, yo tomo entonces un libro de Benedetti o Cortázar, según me de, y sin contestar, lo leo en paz y en silencio.
Eso sí, algunas veces, cuando ya se ha ido a dormir, enciendo mi viejo
tocadiscos, conecto los auriculares, pongo el volumen al máximo y cerrando los ojos, escucho mi Mediterráneo con Joan Manuel Serrat.
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