Plátanos de Canarias, ida y vuelta

Plátanos de Canarias, ida y vuelta

Podría haberle cogido manía a los plátanos de Canarias. Pero no. Todavía me gustan. Ahora me aseguro de que los que compro en el súper lucen pegatinas con denominación de origen y esas motas negras sobre la piel como los dálmatas.

Mi madre me decía cuando era adolescente que el plátano es la fruta con más calorías, junto con los higos y las uvas. Supongo que, como no llevaban etiqueta nutricional, ella desconocía que: ‘Los plátanos son una fruta energética y muy nutritiva. Aporta vitaminas del complejo B, vitaminas A y C, potasio y magnesio. Son ideales para deportistas y para las personas que sufren problemas de estómago’.

Esto me interesa ahora, pasados los cuarenta, que cuido lo que como. A los veinte me importaban bien poco los aportes saludables del plátano, frente al interés que despertaban en mí los 40 euros diarios que me metería en el bolsillo por hacer de azafata en Mercamadrid. Tenía que convencer a los minoristas de que llenaran sus furgonetas con plátanos de las islas afortunadas para vender en sus comercios de barrio, en lugar de esas gigantescas bananas que vete tú a saber de dónde las traían, en qué condiciones y con qué propiedades.

Era mi primer trabajo con contrato de por medio. Me pidieron el número de la Seguridad Social para darme de alta. ¿El número de la SS? ¿Eso no era lo de los nazis? Firmé.

Requisitos marcados por la agencia de azafatas:

1. Vestir traje de chaqueta negro con minifalda, camisa blanca y zapatos negros de tacón. Maquillaje a discreción.

2. Acudir al punto de encuentro a las 5.30 de la mañana para trasladarnos en coche hasta Mercamadrid.

3. Animar a los minoristas a participar en el sorteo de un viaje para dos personas a Canarias. Sonreír.

No pintaba mal la cosa, salvo el madrugón, y eso lo podía resolver yendo de empalmada después de alguna fiesta de la universidad. Total, solo serían seis días.

Incauta de mí. Solo necesité diez minutos desde que el coche nos descargara a mi amiga Marién y a mí en la nave en la que cumpliríamos nuestra misión, para darme cuenta de que seríamos una mercancía más.

Al mayorista que vendía fruta en aquel gigantesco y frío recinto se le iluminaron los ojillos al vernos. La diversión exótica del día estaba garantizada (y no venía de Canarias, precisamente). A su lado, su esposa, con toda lógica, repasó detenidamente nuestra indumentaria de arriba abajo y de abajo arriba. Leí su mente: «¿De verdad es necesario que estas criaturas -bueno, ya no tan criaturas, que son unas mujeronas- se presenten con tacón y minifalda, a las 6.00 de la mañana, con los tres grados de febrero, en el mayor centro de testosterona libre por metro cuadrado de la Comunidad de Madrid? Yo de mi marido no me despego hoy». Y a través de los vasos comunicantes telepáticos que tenemos las mujeres para estas cosas, tomé nota mental y decidí que a la primera que tenía que venderle algo era a ella. Mensaje corporal: «Confíe, señora, no nos llevaremos a su marido. Ni a su marido ni a ninguno de los sujetos que pasarían por delante del mini-cutre-stand, integrado por un llamativo plátano tamaño ser humano, una urna para introducir las papeletas del sorteo y la caja con mecheritos con forma de plátano para regalarlos junto con una sonrisa.

De verdad, ¿no hubiera sido más digno disfrazarnos de plátano? Es como cuando en Pretty Woman Richard Gere confiesa a su socio en un partido de polo que Julia Roberts es una prostituta y este se acerca a ella para insinuarle que quiere contratar sus servicios. La Roberts, enfadadísima, le reprocha a Gere que si iba a contar a sus amigos pijos que era una puta, debería haberla avisado para poder llevar su ropa y sentirse segura al responder.

-¿Quiere usted participar en el sorteo de un viaje a Canarias para dos personas?

-Pues no sé, guapa, si te vienes tú conmigo…

-Y usted, caballero, sabe que si compra plátanos puede participar en el sorteo de un viaje a Canarias?

-Plátanos, aaaay plátanos. Sí, señorita, qué buenos. Es importante la calidad del plátano, los maduritos saben más dulces; y el tamaño, que el tamaño también importa.

BOOM. Había salido el premio gordo. Aquella urna era como la caja de Pandora. Con cada comentario de aquellos yo intentaba desdoblar mi personalidad visualizando los nuevos pantalones bien largos y las zapatillas bien planas que me compraría con el dinerito que me iba a embolsar.

-¿Quiere usted participar en el sorteo de un viaje a Canarias? Tome este mechero de regalo.

-Ná, yo no tengo suerte. Y mi parienta no quiere salir de casa. No le gusta viajar.

-Disculpe, señor, ¿y usted?

-No, yo no me llevo plátanos de Canarias, que el margen de beneficio es más pequeño y tengo seis bocas que alimentar. Me llevo bananas, que la mayoría de la gente no ve la diferencia y compra lo más barato.

A los tres días, Rosa, la mujer del mayorista, nos puso un calefactor en los pies para evitar que se nos quedasen dormidos por el frío. En las jornadas restantes nos trajo chocolate con churros para desayunar. La miraba y me decía: qué duro ese trabajo, entre hombres todo el día, ocultando de algún modo su feminidad para pasar casi desapercibida y sentirse integrada. Integrada entre hombres que ocultan su sensibilidad y su lado femenino para sentirse integrados entre palmetazos en la espalda, cigarrillos colgando de los labios mientras cargan y descargan cajas de fruta, charletas sobre el partido de Champions de la noche anterior…

Último día. Sentimientos encontrados. Ya no me sentía ni tan indigna, ni por debajo ni por encima de cualquiera de ellos. Daba igual llevar minifalda, un mono de trabajo, un chándal o un disfraz de plátano. Intuía que ese numerito de la SS nos igualaría a todos por muchos años.

Por cierto, metí una papeleta con mi nombre en la urna antes de marcharme.

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