Bajaron a la playa con las sandalias colgadas de los dedos. Hundieron los pies en arena harinosa primero, y en la línea que había alcanzado la lengua del mar en retirada después. Al final de la cremallera de espuma batida, una cicatriz todavía abierta en la piel de la playa, se intuían las rocas cubiertas de mejillón y de liquen. Entre donde se encontraban y el escollo de piedra parda al que se dirigían, se alzaba un pequeño promontorio, un túmulo de granos de arena amontonados por el mar, quizás los restos de un castillo infantil entregado sin remedio al embate de los elementos. A medida que avanzaban empezó a parecerles que aquella no era una simple naturaleza muerta: arena, algas y conchas mezcladas sin orden ni concierto. Como atraídos por cantos de sirena, sus pies desnudos llegaron hasta un cuerpo. Un blusón borracho de agua salada se adhería a aquella mujer como una segunda piel, revelando formas sinuosas que despertaban un pudor pespunteado de espanto. El brazo derecho dibujaba una hoz sobre la que reposaba su cabeza. Una estampa de placentera laxitud, si en lugar de luz de luna tenebrosa fuera la del sol la que picara aquel punto del arenal. La leve hinchazón del agua y de la muerte acentuaba los rasgos marmóreos, bellos, esculpidos con delicadeza bajo la empapada cabellera castaña. Abuela y nieta se miraron disimulando el escalofrío. Los latidos del corazón se les habían instalado en las cabezas. Eran los macillos de un piano enloquecido que percutían con calculada precisión y hacían estallar, una tras otra, las cuerdas tensadas por las clavijas, las tripas del instrumento. Tras un instante paralizadas, dieron un paso atrás. Pasó un segundo eterno y por fin Carmen ordenó con firmeza a Alma que le hiciese compañía a esa pobre mujer, mientras ella corría al cuartel de la Guardia Civil. Perdía el equilibrio al hundir los pies en una arena fría, intensamente fría. Y sin embargo, a cada paso que daba, empezó a sentirse más y más ágil. Se disipaba el entumecimiento de sus piernas, de nuevo ligeras y tersas, libres como por encanto de nódulos varicosos. Su cuerpo acompañaba a su mente en un viaje sesenta años atrás. Entonces los guardias respondieron con indiferencia a sus súplicas. Ahora la escucharían con respeto. Muchas cosas habían cambiado. Se volvió un segundo. Otras no, como ese mar embravecido. Siempre era el mismo, aunque a veces se tragase a sus víctimas y otras las escupiese, como a un piano de cola hecho trizas tras haber sido melosamente acunado por el agua salada. Las mareas vivas venían este año con resaca de muerte. Se fijó en la luna, semioculta ahora entre gajos negros de nube. Tenía color de vieja tecla de marfil impregnada de humedad. «No mires arriba. No mires atrás», se dijo. Y continuó su camino. Alma, entretanto, apartó el pelo lacio, acarició el rostro helado y comenzó a entonar una nana. No sintió asco cuando percibió un extraño olor a salitre. Midió con la vista el largo tramo de playa que habían dejado atrás la abuela Carmen y ella. Qué se le estaría pasando a la pobre por la cabeza. La historia del abuelo, seguro. A continuación pensó con tristeza en su madre. No sintió miedo. La inundó la terrible paz con la que afrontamos lo irremediable. Y sin embargo, al punto se enfadó. Los periódicos informarían lapidariamente de un cadáver, de un cuerpo perteneciente a una mujer de unos sesenta años, como si ese cuerpo no fuese ella misma, sino la porción de materia orgánica que le había correspondido en la lotería de la vida. Pasarían por alto sus espesas pestañas, el óvalo perfecto de su rostro, la belleza tranquila y sin aspavientos. Datos obscenos al comunicar una muerte. A Alma le asustó de pronto la presencia de dos gaviotas. Vio sus ojos transparentes, estáticos, los cuerpos bamboleantes aproximándose en mitad de un rocío húmedo que no sabía de compasiones. Las espantó horrorizada y siguió el dibujo de sus patas, tres rayitas abiertas en abanico, grabadas en la arena. Respiró hondo, tratando de contener la náusea que se le quería instalar en el estómago. No sabía si la abuela Carmen tardaba mucho o no, pero sí que durante un instante se había sentido más sola que nadie, más sola que nunca. Dejó de contemplar el rostro de la mujer, para recorrer con los ojos todas y cada una de las costuras, todos y cada uno de los pliegues del blusón, como si estuviese obligada a memorizarlos para poder llevar a cabo en cualquier momento una descripción minuciosa de aquella prenda. Abandonadas las leves arrugas del cuello, el comienzo de la tela del escote en pico, los pechos claramente dibujados bajo un sujetador de encaje blanco, el ombligo horadado en el vientre, cayó en la cuenta de una mancha oscura, una especie de cinturón fino que en un punto se ensanchaba y actuaba de ecuador entre el torso y las piernas de aquella atractiva mujer. Sabía que no debía tocar nada, y sin embargo, sintió un deseo irrefrenable de acceder a aquella tira de cuero. Miró a su alrededor. No vio nada. Solo oyó el galope de su corazón y la molicie del mar descargando su peso a pocos centímetros, incansable en su delicado retroceso. Estaba profanando un cadáver, pensó horrorizada. Pero a la vez, su intuición le decía que hacía lo correcto. Despegó el faldón de la blusa, adherido a la piel como miel pegajosa, y enseguida vio la pequeñísima cartera cosida al fino cinto. Oyó el chasquido del botón tachuela al abrirla, e introdujo pulgar e índice. Sus falanges removieron un par de algas viscosas y enseguida se toparon con los dientecillos de una minúscula cremallera. Tras un intento fallido, la lengüeta pudo abrirse camino y descubrir una pequeña tira de plástico. ¿Qué era aquello? La luna era una pelota siniestra aquella noche, pero proporcionaba suficiente luz. Alma vio una larguísima serie de números. Alguno ligeramente emborronado continuaba siendo legible. El rotulador de tinta indeleble había cumplido su misión. Una serie de números demasiado extensa para una matrícula, algo corta para una cuenta bancaria. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis. No sabía qué era aquello, pero sí que era importante.

Los gritos de la abuela interrumpieron su lectura. Introdujo aquella serie numérica en el bolsillo derecho de su vaquero sin vacilar, al tiempo que fijaba los ojos levemente rasgados en el blusón, vuelto a su posición inicial, sin el menor atisbo de manipulación.

Los dos jóvenes uniformados aceleraron el paso y adelantaron a la abuela Carmen. Descendieron con premura por la rampa de acceso a la playa. Ella dejó que hicieran. El desasosiego de aquella extraña noche se le cayó de pronto encima. Sus piernas, pesadas y torpes, libres ahora de las sandalias apresuradamente puestas en chancla, pisaban tambaleantes la arena, que les confería consistencia de plomo. Notó cómo le dolía cada uno de los huesos, y una punzada que era como una china alojada en el corazón. Su nieta se iba al día siguiente a Viena. Precisamente a esa ciudad, claro. No podía ser otra. Estaba en su derecho. Esa linda criatura tenía que abrirse camino y aprender a sonreír. Los recuerdos de su hija se borraban con los días, pero su propia memoria los atesoraría por ella, aunque esa misión fuera contra natura. Se le amontonaban incluso y empezaban a pesar, pero la vida le gustaba aunque le hubiese hincado dentelladas crueles. Se acarició con cariño la muñeca izquierda, el viejo reloj de Elías, el que ella le había regalado, lo único que ese mar embravecido había tenido a bien devolverle. Respiró hondo. Siguió andando.


Clara, me sugeriste que me despidiese del mar, porque lo iba a echar en falta, aseguraste. Cuando empezaba a bajar la cuesta, sentí los fatigados pasos de la abuela. Me inspiró una gran ternura que se empeñase en acompañarme en ese paseo, con lo duro que es para ella enfrentarse al océano. Sentí una emoción especial. Estaba extrañamente excitada, y lo atribuí a los nervios previos al viaje. Íbamos a mojarnos los pies y a escuchar la respiración del mar, como me enseñaste de pequeña. «Escucha, Alma, tiene unos pulmones gigantescos» –me decías, mientras me apretabas con fuerza la manito y la brisa salada nos despeinaba–. «Inspiran y se encogen, aunque algunos alveolos rebeldes se resisten y se transforman en rizos de ola. Expiran y lanzan el aire a la orilla, alcanzándonos, como hacen ahora». Yo te escuchaba fascinada, sin entender del todo el significado de tus palabras.

Íbamos a despojarnos de las sandalias, a mojarnos los pies, como te decía, y a escuchar el mar, pero el paseo se convirtió en el comienzo de una aventura extraordinaria. Junto a una roca descubrí una estrella de mar. Se veía perfectamente a la luz de la luna llena. Me sorprendió, porque aunque de pequeña me llevabas con cuidado al Reino de las Rocas y sus aledaños para que descubriera lapas, mejillones, caramujos de intenso sabor salado, erizos, ostras de perro, volandeiras, coquinas –que para mí eran mariposas de mar- y otras tantas especies mágicas, sabes que con el paso de los años y la construcción del puerto, todos esos tesoros marinos han ido desapareciendo. Así que encontrar una estrella, con todos sus brazos intactos, me pareció algo milagroso. Fui a cogerla y resultó que estaba muerta, desecada. La abuela me había tomado la delantera y no se dio cuenta de lo que hacía. De lo contrario me habría reprendido tachándome de cría soñadora. Pero ahí no acabó todo, Clara. Al levantarla, descubrí que ocultaba una especie de saquito de cuero. Lo abrí y encontré una tira de plástico enroscada. Tiene escrita una serie de números, dieciséis en concreto, Clara. Tú me mandaste despedirme del mar. Sabes que pienso que las casualidades no existen. Todo pasa o deja de pasar por algo. Aquel pedazo de plástico me estaba esperando a mí. Es un enigma que he de resolver. Y puedes estar segura de que lo haré.


Ay, Clara, me alegré muchísimo al ver que entendía perfectamente la conversación que mantenían aquellas dos chicas sentadas unos cuantos asientos delante de mí en el autobús. El alemán que había dejado de practicar con intensidad a finales de 1993, a mi vuelta del año Erasmus en Kassel, había quedado de alguna forma preservado al vacío en un tarro de mermelada que ahora se abría estallando en un reconfortante «plop». Como para contradecir mi inagotable inquietud interior, el vuelo a Viena fue sumamente plácido y Wien-Schwechat un aeropuerto nada aterrador, muy de andar por casa. Y sin embargo, los paneles publicitarios que adornaban el finger –el dedo articulado que ejerce de pasarela para acceder al avión o abandonarlo- me confirmaron que estaba lejos de mi hogar. Niños con cara de no haber roto nunca un plato, abuelos deportistas que no dejan atrás trabajo penoso alguno, chico con interesante cara angulosa apoyada con descaro indolente en una mano que sostiene y me ofrece un zumo nuevo con gotas de miel…, bobas promesas de felicidad que quiero interpretar como buenos augurios. Ya no había marcha atrás. Me subí al autobús que Inge me había indicado, y que me dejó en la westbahnhof, en la Estación del Oeste. Bien sujeta en la mano la dirección de mi domicilio provisional para los primeros días, en la Blindengasse («sí, sí, la calle de los Ciegos» –me confirmó entre risas Inge cuando quise asegurarme de que estaba apuntando bien el nombre). Me pareció una curiosa metáfora de mi nueva situación, Clara, entregándome a algo así como un callejón oscuro, sin salida, dirigiéndome a un lugar con los ojos cerrados, sin saber qué me esperaba. El taxista me dejó, tras un recorrido no muy largo, ante el edificio indicado. Eran en torno a las siete de la tarde; en todo caso aún era de día. Yo ya había llamado desde la estación avisando a Inge de mi llegada, y por eso hubo agitación de ventanas yantes de alcanzar a llamar al timbre ya estaba mi tutora austriaca abriéndome el portal. Me condujo a continuación a la primera planta de un edificio limpio, luminoso, con agradable sensación de amplitud. Cuando por fin entré, posé el equipaje y me invitó a sentarme en un sillón beige, pude observar a una mujer sonriente y atractiva, cercana a la cuarentena, si no la había rebasado ya, envuelta en un bonito jersey blanco de lana. Sentada, abrazándose las piernas en el sofá también blanco, me pareció la viva imagen de un anuncio de suavizante con mujer nórdica. Una relajada sonrisa que pretendía infundir confianza salía de unos labios sensuales, dibujada por dientes pequeñitos. Encontraba acomodo en una cara de tez no excesivamente blanca, adornada con alguna que otra peca y coronada por bonitos ojos verde agua, bordeados por pequeñas arruguitas. Creo que pensé que era mucho más guapa de lo que me la había imaginado, aunque no sé muy bien cómo la había visto en aquella carta de letra cuidada y en la voz que salía del auricular. En todo caso había adquirido una consistencia determinada entre infinitas posibilidades, como la calle que ya había localizado en un plano de Viena con el que me había hecho en Santiago. Aquella línea de color sobre el papel estaba compuesta de casas, una estación de metro, tiendas, con sus luces y colores. El asfalto era iluminado de un modo particular por el sol y se abría en trazos estudiados a otras calles, a derecha e izquierda, a otras vidas y objetos.

Tras la charla, unos reparadores macarrones con queso y una extraña agua mineral con gas, la noche se fue colando por un amplio ventanal, cubriendo de franjas oscuras la mortecina luz que rebotaba en la librería, en la alfombra, en la larga mesa de madera. Intenté mantener los ojos bien abiertos, observando todo aquello que me parecía tan distinto a lo visto hasta entonces, que adquiría perfiles aún más particulares con la luz eléctrica a la que hubo que dar paso. Los sentidos están alerta cuando emprendemos un nuevo camino en un nuevo lugar, y todo parece tan original y distinto, que esa impresión perdura hasta cuando lo cotidiano se ha instalado en nuestras horas. El lejano sonido de los tranvías es lo último que recuerdo cuando en lucha extenuante me vencieron los párpados y me vi acostada entre las sábanas con que sólo Inge pudo vestir el sofá, mi primer nido en la ciudad de los vientos helados, afilados como cuchillos por un paragüero bregado en la materia, en la ciudad de los manantiales de agua pura recién exprimida en cumbres nevadas.

Clara, me desperté con el aturdimiento que suele acompañar los repentinos cambios de emplazamiento. Sin embargo duró poco, y tras dar cuenta del desayuno que me aguardaba dispuesto en la mesa y acabar de despertarme con el agua de la ducha, me dirigí al instituto siguiendo el croquis que Inge había trazado bajo el deseo de un buen día. Cerré la puerta con sumo cuidado, asegurándome de dar dos vueltas completas con una de las copias que de sus llaves me había dejado junto a la cafetera. Supuse con acierto que la más ancha era la que correspondía a la puerta del piso, pero iba como pisando huevos, temerosa de quebrar algún orden establecido que una intrusa como yo había venido a alterar.

Habría invertido aún mucho menos tiempo del escaso que necesité para llegar hasta el instituto de no ser porque todo me llamaba la atención y en todo me fijaba: estancos bajo un contundente rótulo que rezaba trafik, macetas con flores pastel y ropas de estampados imposibles asomándose a la calle desde una boutique, el chillón rojo sobre fondo amarillo de Billa, popular cadena de supermercados por estos lares, como más tarde me confirmaría Inge, librerías de viejo, algún rancio café con visillos de ganchillo y promesas de historias finiseculares envueltas en humo, un coqueto bistró italiano con sándwiches de varios pisos llamados tramezzini –bonita palabra, ¿verdad?–­, que competían en color con un frutero rebosante de limones. Olores que me alcanzaban, como el del pan y los pasteles recién horneados de alguna konditorei, sonidos como los timbrazos bisílabos de los tranvías, que cruzan al trote dejando su estela rojiblanca, los colores de la bandera de Austria. «¿Dónde está su nieta?, señora Carmen» –le preguntan a la abuela. «¿En Australia, señora Carmen?» Y a ella se le sube el orgullo como un rubor inesperado y dice que no, que cuando a mí se me ponga entre ceja y ceja volaré al otro lado del mundo y le haré compañía a los canguros, pero que de momento estoy en Austria «perfeccionando» mi alemán. Austria – Australia; qué gran diferencia puede marcar un insignificante “al”, y yo lo sé mejor que nadie, ¿verdad, Clara?

RESUMEN

Alma da sus primeros pasos en Viena sin olvidar que tiene un asunto pendiente en su pueblo junto al mar. En el tiempo que dura un embarazo, la ciudad en la que trabaja como auxiliar de conversación, un atractivo pianista y el entorno que lo rodea, van a devolverla al pasado, a heridas aún abiertas desde la Guerra Civil y los años de la movida. Tirando de hilos aparentemente lejanos entre sí, se topará con un único retal hecho de historia, melancolía, amor y ambición. La resolución de un misterio que lleva consigo desde el lugar de sus raíces está más cerca de lo que se puede imaginar, le enseñará lo mejor y lo peor del ser humano y trastocará por completo su existencia, en tanto desentraña la historia de Mel.

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