Relato infraordinario
– Mamá, ¿viste aquel coche rosa que paró en el semáforo?
– ¿Qué coche rosa?
– Paró frente al kiosko de Pepe.
– Puede ser. No, no lo vi. ¿Qué pasa con el coche?
– Era rosa, ¿cómo pudiste no verlo?
– No sé, hija, estaría a otra cosa. De todos modos, si era tan importante, ¿por qué no me avisaste?
– Si lo hice, mamá, pero estabas hablando con la madre de María.
– Bueno y ¿qué pasa con el coche?
– Nada, que era muy bonito. Era como la casa donde vive Roberto.
– ¿La casa de Roberto es rosa?
– Sí. Pasamos todos los días por delante, mamá.
– Puede ser…
– Y hablando de Roberto, ayer se le rompieron las gafas en clase.
– Vaya…
No recordaba que Roberto tuviera gafas. Pero eso se lo calló, claro. Ella, que siempre andaba diciéndole a su hija que había de prestar atención a las cosas que hacía, ahora se daba cuenta de que prestaba ella misma apenas ninguna, al parecer, a todas aquellas rutinas que de tan interiorizadas se le aparecían invisibles.
– Oye, Carmen, ¿tú sabrías decirme de qué color es la casa de Roberto, el niño que va a clase con las niñas? – puso a prueba a la mañana siguiente a otra de las madres del colegio.
– No sé ni quién es Roberto – contestó la aludida.
Sonrió. Se consoló así (o engañó), convencida de que debía ser normal apenas recordar detalles de lo que una hacia diariamente y que, a fin de cuentas, qué le importaban a ella las gafas de Roberto, su casa rosa o el coche que a su hija le parecía tan bonito.
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