El Prisionero

Bajó del lecho lánguidamente y avanzó en forma lenta y pesada, arrastrando cada uno de los pies. Se encaminó hacia la escalera que conducía a los pisos superiores del castillo. Con la cabeza gacha observó el monótono y rutinario movimiento de sus piernas, asaltándolo las dudas y planteos que le hacían la existencia más miserable de lo que ya era. ¿Cuál era el objetivo de todo aquello? ¿Hasta cuándo continuaría el castigo? Sólo el ruido de sus pisadas en cada uno de los escalones parecían responder estas preguntas.

Se topó con la gran puerta que permitía la salida de la habitación. Empujó esa gran mole de madera que le obstruía el paso, una puerta que sólo él podía abrir. Y entonces, una amplia sala se abrió a la vista. Una con un techo altísimo y gruesas y duras paredes. Tan amplia y solitaria como la soledad que lo embargaba desde hacia mucho tiempo. Avanzó en dirección a una de las torres del lugar que, debido a su altura, parecía perderse en el infinito. Al llegar a la base comenzó la ascensión con el fin de llegar a la parte mas elevada, mientras el eco de los pasos en ese terrible precipicio cilíndrico parecía burlarse de su presencia.

Todos los días el mismo camino, la misma ruta, la misma ansiedad.

No siempre las cosas habían sido así. Antaño, otros como él lo acompañaron, pero cada uno de aquellos discípulos habían perecido por la mano de sus enemigos, mientras que la habilidad que poseía para hacer que los hombres lo siguieran, se había ido perdiendo a lo largo del tiempo hasta desaparecer por completo.

Se detuvo junto a uno de las ventanas de la torre, una que daba al viejo cementerio familiar donde se hallaban enterrados sus antiguos camaradas. Meditó un instante observando los vapores que escapaban de la humedad de la tierra que se dispersaban y se dejaban arrastrar por el gélido aliento del invierno; deseó haber podido escapar del mismo modo, y para siempre, de la prisión constituida por las paredes del solitario castillo.

Reinició la marcha, la cual cada día se volvía más lenta, tortuosa e interminable. Llegó por fin a la trampilla del techo que abrió para salir a la parte más alta de la torre, que se encontraba al aire libre. Desde allí, con un salto subió a una de las almenas que conformaban el resistente parapeto de la torre, y con la cabeza gacha observó, allá, lejos en el suelo, aquellas estacas que antaño defendían el lugar, clavadas en forma invertida con sus agudas y filosas puntas provocándolo: llamándolo. Irguió la cabeza, cerró los ojos y con los brazos cruzados a la altura del pecho, tras un instante de meditación, se dejó caer sobre aquellos maderos que en otras circunstancias hubiesen significado el fin de sus días. Pero entonces, como todas las noches, tuvo lugar la más endemoniada de las transformaciones.

Mientras caía, los brazos se extendieron adelgazándose al extremo, y unas delgadas y flácidas membranas le unieron las extremidades al cuerpo ahora cubierto de un tupido y corto pelo oscuro; en tanto su rostro sufría la peor de las metamorfosis. Y al punto que aquella estuvo concluida, se dejó oír en el aire un chillido desgarrador, y una sombra gigantesca se proyectó a la luz de la luna sobre el suelo, alejándose en forma pronta del castillo en busca de aquello por lo que era tan odiado.

FIN

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