El trabajo de soñar

El trabajo de soñar

Juan Manuel Moro

17/03/2018

— ¿Sabes por qué no tenemos nada? —repetía su madre mirándolo fijamente a los ojos. Porque en ese caso tendríamos algo que perder, y nosotros no tenemos nada que perder. La gente es infeliz porque le preocupa perder lo que tiene, en cambio nosotros somos libres y todo ese tiempo que ellos usan para preocuparse, nosotros lo usamos para divertirnos y soñar.

Con el correr del tiempo se dio cuenta de que esa frase, que cada vez le sonaba menos convincente, se trataba de una técnica de amor maternal para fortalecer la dignidad de esa familia tan despojada de bienes y comodidades. Pero con tan solo doce años, para José, esa era la única verdad en la que creer y aferrarse. Entonces divertirse y soñar fue su única preocupación durante mucho tiempo.

Todos los días, después de la escuela, donde recibía una merienda que muchas veces se convertía en el plato fuerte de su nutrición, José junto con dos de sus ocho hermanos, limpiaba vidrios de autos en una esquina de la ciudad, para juntar algunas monedas que les permitiera engañar al estómago con un poco de comida. Pero su trabajo no era ese, su verdadero desafío era soñar que la realidad era otra, y no solo eso, se cargó a los hombros la responsabilidad de que sus hermanos menores, quienes lo acompañaban, también debían ser parte de ese sueño y vivirlo junto a él.

Las primeras veces fue difícil, pero a medida que el tiempo pasó, fue adquiriendo una gimnasia inusual en soñar y hacer soñar a sus hermanos. Improvisaba personajes, actitudes y situaciones todos los días, y sus hermanos fueron aprendiendo a acompañarlo en esa aventura que los sacaba de contexto, y sentían que, de alguna manera, le hacían burla a la realidad que les había tocado vivir.

A veces jugaban a imitar a la primera persona que veían pasar en la esquina en la que se ganaban la vida. Entonces, si veían a una maestra, clavaban en la vereda una pizarra improvisada con cartones, en la que escribían “Los maestros limpia-vidrios”. — ¿Trajo usted su tarea señor bigotes? — le preguntaban al individuo que esperaba en su auto a que se ponga en verde el semáforo. — ¿Cuál es la capital de Francia? — cuestionaban a la señora de más atrás. — Apague el celular en clase, si no quiere que llame a su madre — le decían al joven que lucía su auto deportivo. Las sonrisas de los conductores eran la llave que les permitía limpiar el vidrio y asegurarse unas monedas en el bolsillo.

Sus actuaciones se mantuvieron en el tiempo, y la mayor parte de los autos que circulaban a esa hora y por esa esquina, se transformaron en clientes frecuentes, y sus dueños comenzaron a encariñarse con aquellos tres hermanitos creativos que le daban brillo a ese cruce de calles aburrido de la ciudad. Así lograron que, en lugar de limpiar vidrios, su actuación fuera quien ganara las monedas, y cambiaron el balde y el secador por un gorro con el que cobraban las entradas a su espectáculo de veinte segundos.

Sin embargo, la vida seguía siendo muy dura en el hogar, eran muchos y la comida siempre era escasa. José se daba cuenta de que en algunas oportunidades, su madre simulaba comer, pero no lo hacía, prefería dormirse con hambre con tal de que sus hijos tuvieran una ración mayor. Ese acto generoso de amor puro, lo inspiraba a seguir creyendo en sus sueños.

A pesar de todo, los hermanos soñadores siguieron mejorando a tal punto que, en ocasiones, despertaban aplausos desde los autos, e incluso de transeúntes que se detenían a admirar el espectáculo. José, en esos momentos solía mirar al cielo y decir: ¿Tú crees que no podemos ser felices?, pues si es así, te equivocas.

Un día, con lágrimas en los ojos, su madre, que afrontaba sola la crianza de sus hijos, los reunió a todos a la mesa y les dijo que había conseguido un trabajo digno, con el cual podría asegurar la comida de todos los días, y que por fin los liberaría de trabajar en las calles. Fue una fiesta familiar en la que todos sintieron que una mochila pesada se caía de sus pequeñas espaldas. Todos, excepto José y sus dos hermanos soñadores, que habían descubierto en esa esquina, que soñar era más importante que tener.

En secreto, decidieron seguir haciendo esa tarea en la que se sentían importantes. Por las noches preparaban el espectáculo del día siguiente, y fueron perfeccionando sus técnicas y habilidades, aprendieron a hacer malabares, a circular en mono-ciclo y a arriesgar hermosas piruetas. Cada día desafiaban más a sus sueños y a su imaginación para darle mayor calidad a sus presentaciones, pues el público, siempre, pretendía más de ellos.

Un periodista del diario local, pasó por casualidad por esa esquina y quedó asombrado por la particularidad de ese espectáculo y su aceptación por el público, que usualmente se quejaba de los limpia-vidrios y los espectáculos callejeros de esquina. Esos tres pequeños se habían metido en el bolsillo a la gente, y eso era digno de una noticia.

“La esquina de las estrellas», tituló a su nota. «Tres niños, tres actores, tres estrellas, deslumbran en la esquina de Avenida Alem y Córdoba de nuestra ciudad, ellos no se presentan, todos allí los conocen, pues en tan solo veinte segundos montan un espectáculo mejor de los que muchos han visto en un teatro…”.

Años después, saludando a un teatro lleno y con el público aplaudiendo de pie, José miró al cielo y pensó: ¿Tú sabías que podíamos ser felices? Pues ahora pienso que sí, porque me diste todo lo que necesitaba, una madre que me ama, dos hermanos a quién proteger y muchas ganas de vivir. Solamente me dejaste una tarea a mi cargo, el trabajo de soñar.

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