Fueron enormes los pedazos, volaron gigantes, expulsados, arrancados, partidos. Salvajemente explotados, todos en diferentes direcciones. En el trayecto chocaban y se quebraba aún más. Que desorden inmenso quedó, toda la belleza partida en mil partes desiguales.

Despues de eso, solo la certeza de que nada va a volver a ser lo que fue alguna vez. No más simetría, solo caos.

El silencio es abrumador, pesado, solo un pitido ínfimo después del gran estruendo.

No pude entrar sin pisar esquirlas de los fragmentos. Mis pies descalzos intentando no machacar más lo que ya estaba desmenuzado, destruido, polvoriento.

No quiero ni mirar, pero aunque cierre los ojos lo puedo oler, el polvo entra por mi nariz y me llena el cráneo con las imágenes del derrumbe.

Años, vidas enteras, me va a tomar juntar cada parte, cada grano de polvo, cada átomo, para dejarlo en donde estuviera alguna vez.

Me desespero, no voy a poder, solo veo, huelo y palpo ruina. Que desalmado ser me obliga a esta tarea imposible de convertir este caos en algo que ya no puede ser.

Debo estar enloqueciendo, porque de repente escucho un eco, que viene de no se dónde y me susurra al oído un par de imprudencias.

Que la explosión fue porque estaba destinada a ser, que cada milimétrico grano de polvo que explotó ahora podía ser algo mejor.

Entonces puedo entender.

Las partes cobran vida y se elevan siguiendo mis órdenes que ni yo se de dónde me nacen. Una por una, de la más grande a la más chica se unen inquebrantables, una nueva fortaleza de acero. En cada orden se me va un poco el cuerpo y lágrimas y dolor.

No sé cuanto tardé, pudieron ser horas o días o siglos, pero por fin se eleva frente a mi, altiva e imponente, de nuevo la belleza. Diferente es verdad, no podría ser igual a ninguna antes vista, porque está reorganizada y firme y dispuesta a soportar cualquier otra catástrofe sin inmutarse

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