Era un viejo carpintero que vivía solo en una casa cercada de árboles, donde su única compañera era la naturaleza. Allí tallaba todo tipo de esculturas preciosas en madera, que vendía para adornar las locaciones comunes de la ciudad. Como vivía en las afueras de esta, nadie lo tomaba en cuenta por su mirada triste y cabizbaja, sino fuera por su arte, pasarían por sobre él sin siquiera mirarlo, menos brindarle el saludo. Él tampoco era muy comunicativo y solo se le veía sonreír a lo lejos, cuando a la memoria se le venía el recuerdo de su amada.
Nunca nadie lo visitó ni tampoco permitió que los foráneos entraran a su hogar: su palacio, como él lo llamaba. Solo exponía sus manualidades en el patio para venderlas en unas pocas monedas, pues no buscaba enriquecerse sino que sólo hacer más corta su vida.
Un día nunca más se le vio, pasaron meses cuando todos extrañaban apreciar nuevas esculturas, debido a esto, los lugareños osaron ingresar a la casa de este manufacturero. Ahí lo hallaron muerto en una silla mecedora con la piel ajada, tomado de la mano de un hermoso maniquí que aludía a su fallecida esposa embarazada desde hace unos años atrás, ella lo miraba con una sonrisa en el rostro y su otra mano en el bajo vientre. A sus pies la escultura de un bebé de dos años y medio jugaba con un tren de madera que su padre había tallado cuando aún estaba gestándose vivo en el vientre de su madre.
OPINIONES Y COMENTARIOS