Se enamoró al instante de aquella ola.
La vio en la lejanía desde que chispeó en el horizonte gracias a su roce con algún entrometido rayo de sol.
Antes, se había enamorado de otras olas. Algunas, ondas que a lo lejos parecían pliegues del mar. Otras, fuertes, presurosas por llegar a la playa y convertirse en espuma con rugido feroz. Otras olas lo habían cautivado por sus formas. Y hasta de la imagen lejana de un Tsunami se había enamorado.
Cada una lo había atraído por diversas razones, pero ésta era inigualable.
Sabía él que el amor con una ola es efímero. Y dura sólo el instante, el roce que su cuerpo tiene en el empapado medio marino por el tiempo en que ésta ondule. Esto lo sabía por experiencia propia.
Observó y esperó a la ola, imaginando cómo sería su encuentro. Degustó cada uno de sus movimientos. No tardó en tenerla frente a sí. Y se zambulló de en su cuerpo líquido, sinuoso, indecente y ruidoso, según los intervalos en que ésta lo sacaba del agua.
Tanto le gustó aquella lucha que decidió quedarse de una vez y por todas junto a ella.
Aún buscan su cadáver junto a las marismas que besan el oleaje.
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