Del hielo al hielo
-¿T-t-t-y tu c-c-c-crees que v-v-v-voy a p-p-p-poder con el f-f-f-frío?- fue lo único que tu cuerpo congelado te permitió decir.
Queriendo calentar tus labios azulados, como teñidos de hielo ártico, me acerqué a darte un beso pero, como no parabas de tiritar, solo logramos hacer el sonido de un pedo al tiempo que estallamos en risas (yo una carcajada de panza apretada por el wetsuit, tu más bien un cacareo en staccato cuyo metrónomo era el temblor de tus dientes).
Nos habíamos sumergido una distancia digna de semejante bajón de temperatura, una distancia imprudente incluso, vetada por los estándares del buceo recreacional. Además, en la oscuridad de una cueva devorada por el mar, en donde las luces de las linternas apenas podían señalarnos las estalactitas, evitando, en el último instante posible,que chocáramos con ellas, en donde aseguras haber visto un tiburón que yo creo fue solo una pequeña alucinación causada por la narcosis del nitrógeno, en realidad solo se podía sentir la intensa sensación del frío.
Lo cierto es que Blue Hole en Belice era más mágico en la superficie que a oscuras en el fondo. Estando arriba, flotando, se veía una pintura bajo el agua cristalina del mar que la protegía como una resina, una pintura cuya paleta excede cualquier capacidad humana de generar matices de azul, verde, amarillo, plata, en tal armonía y balance que atrapaba no solo el ojo y la mente, sino el corazón, deteniendo la existencia por un instante. A esta sensación contribuían también la suave brisa que, muy a tu pesar, jugaba a prevalecer sobre el calor natural del ambiente del caribe, y el sonido de las olas que venían a morir al borde de la pared coralina y la roca sumergida, que apenas mecían el catamarán, convirtiéndolo en una inmensa cuna que arrullaba a los extraños seres que asomábamos la cabeza desde el agua, irrumpiendo en la pintura, saliendo a tumbarnos en cubierta, buscando el sol como si fuéramos plantas, con manos abiertas y dedos extendidos, incluidos los de los pies.El efecto del buceo en sí, la sensación de haber estado en otro mundo tan desconocido e inesperado, en donde el sonido de la respiración burbujeante, tan íntimo con el silencio, es la más persistente compañía; todo esto generaba una sensación de calma parecida a la de un sueño que termina bien, justo antes de despertar.
-Pues nos dedicamos a tomar Po-Cha bien calientito.- te respondí mientras me quitaba la parte superior de l traje mojado.
-¡Guácalaaaaa!- exclamaste, sacando la lengua morada por el frío y sacudiendo la cabeza de un lado al otro. –Prefiero congelarme.-
-¿Qué, como en este momento?-
Resoplaste con los labios apretados, casi invisibles, en respuesta a mi sarcasmo, y tus pecas brillaron azules, teñidas por la mínima hipotermia que te tenía entre sus garras.
-Ay, preciosa- comencé a decirte con un tono falso de reproche cuando me diste la espalda y acercaste tus caderas a mis muslos, meneando los hombros, indicándome que te arrunchara, te calentara y cerrara el pico. –Yo me tomo el té de manteca de Yak por los dos y te abrazo todo el tiempo que quieras para calentarte.- te susurre al oído mientras te recostabas contra mi pecho, ahora desnudo.
-Ajámmmm- dijiste, casi sin abrir la boca.
-Eso sí que lo vamos a estar oyendo allá.-
-¿Qué?-
-El “ajám”. ¿Te imaginas? Yo me voy cantando mantras en el avión para ir acostumbrando el oído, jeje. Diez horas de “ajám”, “ajúm”, “so ham”, sat chit ananda”, ¡“shanti, shanti, shanti”!-
-Estás loco.-
-Siempre. Pero de verdad, que ilusión esa aventura que se nos viene encima ¿no? ¡El Tíbet, el Himalaya! Es que nos puedo ver ya: primero empacaríamos en nuestra casita, en un par de maletas rojas de las que tenemos en el depósito, de esas que aguantan el maltrato de cualquier aerolínea.Guantes, chaquetas, botas para las caminatas, pantalones térmicos y varios pares de medias porque sabemos a lo que llegan a oler mis pies después de recorrer esos tramos sin descanso. Tu guardarías un par de calzones sexis, de esos de encaje negro, para nuestras noches juguetonas, jeje, y algunas cosas de comer para no matar hasta el último pro-biótico en nuestro interior con los menús ricos en especias salvajes y desconocidas de la región.
Antes de salir, claro está, iríamos a La Libre, porque fue allí donde primero nos soñamos este viaje. ¿Cuantas veces nos ha recibido ese Café, sorprendiéndonos siempre con algún libro inesperado? Hemos descubierto tanto mundo allí, entre letras nuevas para nosotros que posiblemente tantos han leído antes. Seguro pedirías un croissant integral de almendras, tan juiciosa que eres con tu dieta, y yo te antojaría pidiendo uno con chocolate o una tarta casera de moras, o ambas. Un par de vinos tintos y al final un par de cafés negros, fuertes, que alboroten las neuronas, como debe ser, mientras saboreamos la victoria sobre la duda y celebramos nuestra decisión de volar a cumplir otro de nuestros sueños.
¿Recuerdas el día en que plantamos esa semilla? Afuera llovía a cántaros y el agua se estaba filtrando al interior de la estación de Lavapiés. Yo llegué en un tren un poco antes que el tuyo y estaba con la nariz casi pegada al móvil viendo el show de Falon, justo cuando le llenaba de agua el sombrero a Momoa, guiño a su papel de Aquaman. Me rosaste la oreja derecha con tu dedo y despareciste detrás de una columna, esperando a que diera la vuelta buscándote. Me abalancé por un lado haciendo evidente que sabía en donde estabas y cuando me esquivaste boté mi morral al otro lado, engañándote y obligándote a girar de nuevo en mi dirección. Te atrapé con un beso directo en la boca y saltaste asustada, colgándote de mi cuello, enlazando tus piernas alrededor de mi barriga.
Caminamos despacio hacia la salida, dando tiempo a que bajara la intensidad de la lluvia y aunque así fue, no escampó del todo. Iba a preguntarte qué querías hacer, pensando que de pronto era mejor volver otro día, cuando sin aviso me tomaste de la mano, abriste tus inmensos ojos claros, mezcla de flor-morado y miel, sembrados de pestañas largas y sonreíste con picardía. Tirando de mi manga saliste a brincar en los charcos, salpicando mis pantalones y mis zapatos, aprovechando que traías puestas tus botas violeta impermeables. Te pedí que pararas mientras trataba de cubrir mi cabeza con el cuello de la gabardina y en dicho intento mi torpeza fue a dar con mi móvil en un charco fangoso en la acera.
Cuando finalmente llegamos a la Libre me preguntaste si estaba molesto. Yo te di la espalda y fui directo al baño a limpiar el teléfono, rogando porque no hiciera corto, enojado sí, pero conmigo, por la torpeza y el apego a la tecnología. ¡Cómo somos de hábiles para culpar a otros por lo que no nos gusta de nosotros mismos! Así que salí y seguí jugando el papel de hombre molesto. Tu me trajiste un café bien caliente y una torta de chocolate como ofrenda de paz. Yo no te di ni las gracias. Me dejaste sentado solo, como bien me lo merecía, y fuiste a hablar con Isabela, la cajera del lugar.
Actué distraído dando vueltas al móvil, soplando sus botones y orificios, sacando y volviendo a ponerle la pila, pero siempre observándote de reojo. Al rato viniste con un libro y lo pusiste sobre mis piernas. Estaba abierto en una foto a doble página sin ningún tipo de leyenda en donde se mostraban unas montañas nevadas, que luego supe eran los Himalaya, y me dijiste: “no seas un bloque de hielo, eso déjaselo a ellas” mientras te retirabas otra vez. Pero entonces fui yo quien tiró de tu mano y te hice caer sobre mis piernas, plantándote un beso. El libro se descuadernó y tuvimos que comprarlo, pero gracias a él comenzamos a leer acerca del Tíbet, de su tradición budista y nativa, de las expediciones al Himalaya y las experiencias que han transformado a quienes lo han visitado.
Así comenzamos a soñar nuestro viaje: bebiendo café y hablando de la nieve. Hicimos de ese espacio de tazas humeantes, de lámparas como burbujas, de estanterías de libros, de papeles colgados del techo y pasteles entre los mostradores de vidrio, un escenario blanco de montañas de hielo y copos de nieve que caían en tu lengua, la cual sacabas a recibirlos con gusto. Convertimos los postres y mostradores en monumentos espirales, coloridos, que alojaban pequeños budas de azúcar en su interior y los libros proyectaron la voz de sus historias como cantos devocionales en idiomas que nunca habíamos escuchado. Por un instante parecimos embriagados y sin duda debimos molestar a algún cliente porque Isabela tuvo que pedirnos que nos comportáramos, haciéndonos saber que no era una petición suya sino de otros, señalándolos con su dedo pegado al pecho.
Es increíble que hoy estemos en un lugar tan distinto a ese que pronto visitaremos. El mundo es cosa infinita que no podremos descubrir en una sola vida. Aquí está el mar, el sol del caribe, el olor a pez y algas, los isleños en sus vestidos de baño coloridos, los turistas blancos con franjas rojas en los brazos y el estómago, resultado del exceso de tiempo en la playa. Nos espera una cama húmeda, porque el aire acondicionado seguro se dañó otra vez, en un hotel con piscina y un bar que sirve cocteles con sombrillitas de papel. A tu lado esto sí que es un paraíso. Pero en las montañas… ¿Qué será lo que nos espera?
Nos puedo ver saliendo con nuestro guía imaginado, Dorje, el “indestructible”, un hombre chaparro y robusto, portador de la anatomía de un cubo, siempre sonriente a pesar de que se debe quedar ciego cada vez que pela el diente pues sus ojos desaparecen entre los pliegues que se forman entre sus cejas y pómulos, con la nariz rojiza (tinte dado por el sol o el licor de la región, no sabemos), sincero, sencillo, directo, incapaz de hablar una sola gota de español. Envueltos en nuestra chaqueta de invierno, parados frente a las imponentes montañas nevadas, comenzaríamos nuestro ascenso inspirados, tú por los grandes aventureros que han llegado a la cima del Everest, y yo, por los maestros iluminados conocedores de la trascendencia.
Ya habríamos pasado un par de días en Lhasa, perdidos en sus calles de piedra y madera siempre vestidas con pañuelos de colores como arcoíris, con oraciones escritas en tibetano. Habríamos visitado Norbulingka, el palacio y los jardines con sus tapices de flores y las piletas llenas de lotos, el templo budista Jokhang, con su particular estatua de buda joven de pelo azul y corona de luz, las cornisas con dragones y Garudas en oro, las inmensas campanas cuya vibración, incluso en silencio, agita los huesos. Habríamos visto el palacio Potala sentado en la montaña de Avalokiteswara (que parece como si la hubieran tallado para que fuera un trono cómodo para dicha construcción) cargado de la energía y las enseñanzas de tantos Dalai Lama que vivieron allí. A lo mejor ya seríamos amigos de algún monje mendicante, Chodak creo que lo bautizamos, que nos habría invitado a descubrir la meditación, cantando sus mantras, haciendo resonar el aire.
Le habríamos escrito a nuestra familia contándoles de nuestras aventuras hasta el momento, informándoles que no podríamos comunicarnos por un tiempo con ellos debido a que en los Himalaya no podríamos conectarnos a ninguna red wifi, asegurándoles que estaríamos bien y volveríamos pronto. Se preocuparían, claro, porque nunca han sido buenos para manejar la falta de comunicación ni la soledad, pero nuestro regreso les alegraría la vida inmensamente. Entonces, frente a la montaña, después de tomar un poco de Po-cha, jeje, emprenderíamos nuestro camino hacia ese otro mundo tan desconocido. ¿Es curioso, no te parece? Aquí sumergiéndonos y allá ascendiendo…-
Tu falta de respuesta me hizo sospechar lo que confirmé al asomarme sobre tu hombro, evitando mover tu cabeza: estabas profundamente dormida y si me acallaba lo suficiente hasta podía oír un leve ronquido en tu pecho, como el ronroneo de un gato. Dormiste todo el viaje de vuelta hasta el puerto, toda una hazaña porque el cambio de marea trajo consigo unas olas que sacudieron la embarcación como una montaña rusa de parque de diversiones y muchos tuvieron que andar empujándose de las paredes, las sillas, las cabezas de otros para mantener el equilibrio y llegar hasta la cubeta designada para vomitar: fue un espantoso concierto de ranas atragantadas y me alegró inmensamente que te lo hubieras perdido.
Dejamos el equipo de buceo en la tienda y caminamos por la playa, cogidos de la mano, respirando la brisa salada de la costa, oyendo el roce de las hojas de las palmeras al viento, mientras el sol comenzaba a apagarse en el horizonte. Nos lavamos los pies en la pileta a la entrada del hotel y fuimos directo a la ducha en donde no pude resistir más ese inmenso amor que siento por ti y la belleza del agua deslizándose sobre tu piel. Hicimos el amor, elevando la temperatura del baño, desapareciendo entre el vapor como sombras blancas hechas de respiración y jadeos, mientras dibujamos formas abstractas sobre los vidrios empañados con partes de nuestros cuerpos que jamás se me hubiera ocurrido que servían como pinceles.
Me vestí un poco más rápido que tú, como era la costumbre, y mientras te maquillabas salí a esperarte en el bar al lado de la piscina. A esa hora el sol acababa de desaparecer y empezaban a encenderse las lámparas a lo largo de la costa, poco a poco, una a una, como un arpegio de piano que se transforma en una melodía. Algunos cangrejos se aventuraban a salir de sus huecos en la arena, corriendo frenéticamente hacia los suelos debajo del tablado del bar, mientras las luciérnagas volaban con su brillo intermitente guiadas por quien sabe qué instinto natural, estableciendo un diálogo con las primeras estrellas.
Estaba absorto en el tapiz que formaban las luces artificiales pasando a través de las botellas de vidrio organizadas en la estantería detrás de la barra, luces fragmentadas creando mandalas de colores ocre, marrón, cobre, que se transformaban constantemente con el caminar de los meseros, cuando una mirada particular del barman condujo a la mía en tu dirección. Te habías puesto el vestido azul con patrones geométricos africanos en amarillo, rojo y violeta que te hacía ver vaporosa, como transportada al interior de una burbuja luminosa que tu misma emanabas. Pude sentir como la atención de varios, por no decir todos, los hombres que estábamos allí sentados, se fijó en ti, como si hubiéramos estado esperándote para presenciar ese momento.
Sonreíste como solo tú lo sabes hacer, con los labios, con los ojos, con el corazón, y cuando me levanté del banco y abrí mis brazos para recibirte en un abrazo de repente te detuviste, tu cuerpo se congeló por un instante, tu cara se transformó, primero en una mueca de intenso dolor y luego de profunda angustia y terror y simplemente te derrumbaste, cayendo al suelo como una marioneta sin vida.
SINOPSIS
Un hombre imagina el viaje a Tíbet que iba a realizar con su esposa. Dicho viaje se lo habían soñado en el Café la Libre, en Madrid, basado en la lectura de algunos de los libros que encontraron allí. Sin embargo, el viaje no ocurre pues ella enferma debido a una inmersión de buceo negligente que realizan en un paseo anterior. Pasan un tiempo en el hospital hasta que ella muere. Él cae en una espiral de odio y autodestrucción que lentamente le va matando la fe en la vida. Un día recibe un e-mail de alguien que se hace llamar Chodak, nombre que juntos le habían puesto al monje imaginario que se encontrarían en el viaje. El mensaje le anuncia que ha ganado un concurso y pronto le será enviado un tiquete para ir al Tíbet, lo cual cree que es un engaño típico de la red y una pésima burla de la vida hacia su situación. El mensaje le indica que debe presentarse en el Centro Budista Camino del Diamante al cabo de unos días, llevando una “contribución voluntaria” a cambio de la cual recibirá su tiquete. Incrédulo pero sintiendo que no tiene nada que perder va la centro indicado y se encuentra con un monje mendicante al exterior que le llama la atención. Este es el tal Chodak que conducirá al hombre a reencontrarse y recuperar la fe y el amor por la vida, de las maneras más inesperadas, con viajes a distintos países: Turquía, India, Nepal, antes de llegar a los Himalaya. En estos viajes el marido recuerda todo el tiempo a su mujer, el tiempo que compartieron en le Café rodeados de su pasión, los libros. A lo largo de la historia se va descubriendo que los libros leídos y el café-librería tienen mucho que ver con los viajes hechos, tal vez demasiado…
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