Relato infraordinario

En la capa superficial de esos viejos muebles, por montones en una habitación olvidada o llevadas por la seca brisa otoñal. Invisibles en el aire que respiramos, posando en nuestra piel y, seguramente, en alguna que otra comida de la que nos alimentamos. 

En cualquier lugar y a todo momento, desde el nacimiento, cuando se vive y, al final, en la muerte, el polvo está presente sin fin.

Se encuentran esparcidas por el inmenso cosmos: en forma del último aliento que exhalan las estrellas moribundas; vuelan por el eterno vacío, diminutas e insignificantes en un purgatorio helado; sin el pasar del tiempo, sin propósito alguno, van hasta que llega el momento, de nuevo, para formar parte de un todo.

Están debajo de nuestros pies, como parte de los planetas, antiguos dioses adorados y en los astros que reinan el cielo.

¿Es acaso la materia primordial, el final y el principio del todo?

¿Nos convierte en una extensión de las estrellas estar hechos de materia estelar?

O son simples motas de polvo que, por siempre, van y vienen.

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