Desde la cima de la colina, la ciudad asoma como un gris espejismo bajo la lluvia. La hierba húmeda parece doblarse bajo mis pisadas, ahora tan leves, que pronto recupera su forma original. Por todos los costados de mi impermeable, las gotas de lluvia resbalan, chocan y se empujan unas a otras hasta caer al piso. “Todo esto es pasajero” fue la frase final, pronunciada hace solo un rato, por el viejo que siempre pedía limosnas en el Bulevar. La muerte lo sorprendió recostado bajo un almendro. Un breve quejido y se fue de bruces hacia un lado. Solo yo me acerqué a auxiliarlo. Me arrodillé junto a él y por instinto tomé sus manos. Me apretó con fuerza. Su mirada cansada parpadeaba con lentitud mientras me miraba, en un intento por romper la niebla de la agonía. “Todo esto es pasajero” repetía para sí mismo, pero sus ojos se apagaron. En ese instante el almendró soltó una tupida cortina de flores verdes y diminutas que cubrieron su cuerpo. Una brisa suave trazó el camino para llegar hasta esta colina, donde acompaño al viejo, ahora leve y sereno, que se despide de la ciudad.
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