La consciencia se abrió hueco en la mente de Valhon como solía ser habitual en ella…, sin notificación previa. Llevaba años analizándola, estudiándola, espiándola silenciosamente; intentando sin éxito localizar la guarida hacia la que la obligaba a huir y esconderse de manera periódica. Porque lo único que anhelaba Valhon era echar la llave que le permitiera encerrarla en su refugio para la eternidad. Pero no era presa fácil, de hecho se había convertido en una rival cuya tenacidad pugnaba por quebrar el más grueso de los muros que jamás hubiese levantado el ser humano en su lucha por dar esquinazo a la locura. Y el muro de Valhon había sufrido demasiados desprendimientos como para que su estabilidad no fuese al menos cuestionada.
Permaneció un tiempo indeterminado con los ojos cerrados. ¡Qué importaba! Si había algo que le sobraba era tiempo. En la negrura del lienzo, auspiciado por las tinieblas de sus pensamientos, solía dibujar una silueta que perfilaba una forma definida de la consciencia. Luchar contra una imagen que le devolviera la mirada, aunque ésta fuese desafiante, le ayudaba a concentrarse en su objetivo. Las primeras veces la había imaginado como un animal depredador, más adelante como una bestia fantástica salida de una película de serie Z, pero ninguna de las opciones generaba en él el odio que necesitaba sentir. Finalmente optó por darle la forma del ser que, a su juicio, había terminado por convertirse en el más despiadado de todos, el ser humano.
Inspiró profundamente para que el oxígeno o lo que quisiera que se respirase en aquel inmundo cosmos hinchara sus pulmones. Era cierto que ansiaba morir, pero ese deseo no le restaba un ápice de congoja hacia lo que rodeaba a la muerte. De hecho, en una especie de broma retorcida, esos preliminares que le acompañaban en el tránsito hacia lo que hubiese en el más allá era lo único que se le permitía experimentar. Porque morir no moría. O de la manera que lo veía Valhon, si mil veces moría mil veces volvía a la vida. Sabía que su corazón jamás llegaría a detenerse por muy lento que palpitase; la regeneración de su cuerpo siempre ganaba la carrera. Por centésimas, por milésimas de segundos. A lo único que podía aferrarse era a ese estado de inconsciencia al que la pérdida de sangre desmedida le abocaba durante un tiempo indeterminado. Esa era su condena, no metafóricamente hablando sino real. “Condenado a la vida eterna”, como rezaba textualmente la sentencia de su juicio.
Hacía mucho que decidió dejar de aferrarse a los recuerdos de su vida anterior. En algunos casos resultaba sencillo pues el correr del tiempo los había ido emborronando de su mente hasta convertirlos en humo. Pero había otros que se aferraban tan vívidamente al hipotálamo que lanzar una simple ojeada no se diferenciaba mucho de revivirlos de nuevo. Había uno en especial que le agradaba. No podía asegurar si se trataba de un recuerdo o simplemente de una sensación, pero de lo que no cabía duda era que echaba jodidamente de menos el aroma a café recién hecho. Y aun así, ni siquiera la evocación de sus tardes en el Café Sur había logrado mantener incorrupto lo que debía ser un recuerdo feliz. Podría evocar multitud de escenas vividas en aquel lugar: tardes de trabajo discutiendo sobre asuntos trascendentes, con sus amigos charlando sobre trivialidades o incluso con la única compañía de personajes desconocidos escondidos tras las hojas de un libro. Sin embargo su mente obviaba la variedad de escenarios para conducirlo recurrentemente a una conversación concreta cuyas palabras e imágenes estaban grabadas a fuego.
- – ¿Un día duro? –pregunta Valhon saboreando el primer sorbo de su taza de café. Aunque el líquido echa humo a él le gusta sentir la calidez recorriendo su garganta.
- – Un día duro, un mes duro… –su interlocutor se encoge de hombros mientras da vueltas con la cucharilla a la bebida que el camarero acaba de servirle.
- – Piensa que hay gente peor que tú.
- – ¿Ah sí? –dirige la mirada directamente a los ojos de Valhon y continúa con un leve deje irónico en la voz–. Pareces estar muy informado de todo lo que ocurre en mi vida para hacer una afirmación tan categórica.
- – Trabajas en una prisión. Estoy bastante seguro de que cualquiera de los presos se cambiaría por ti sin dudarlo.
- – Te sorprendería saber lo bien que viven muchos de esos delincuentes –hace una pausa y seguidamente le guiña un ojo–. Pero mejor no te doy detalles que no quiero ser el responsable de que decidas darte a la mala vida.
- – Amigo, me plantearé seriamente delinquir el día que construyan cárceles sin puertas cerradas ni rejas, al aire libre y sin guardias alrededor que me vigilen ni me ordenen qué puedo y qué no puedo hacer.
- – Si ese día llega hasta el ciudadano más honrado va a querer que lo enchironen.
Valhon suelta una carcajada.
Las risas de ambos enmudecen las voces del resto de clientes del local y el renovado ambiente distendido reconduce la conversación hacia otros temas que Valhon es incapaz de recordar.
Una cárcel sin vigilancia y con absoluta libertad de movimientos… Parecía una simple broma en una charla informal entre dos amigos de toda la vida. No mucho tiempo después aprendió que había que ser muy cuidadoso con lo que se deseaba.
Por fin abrió los ojos. Cualquiera imaginaría que los colores inundarían su visión, pero no fue así. No lo había sido desde que arribó a ese desolador mundo. Ya casi le parecía imposible que existiese realmente una gama de colores alejada del perenne gris que lo impregnaba todo. Se preguntó cómo serían las otras celdas. Celdas de cientos de kilómetros a la redonda, cierto, pero celdas al fin y al cabo. La experiencia le había demostrado que estar encerrado no consistía en tener cuatro paredes alrededor sino en permanecer en un lugar en el que no se quería estar. No importaba si era una habitación, un edificio de varias plantas o, como en su caso, un universo paralelo.
Valhon había sido enjuiciado y condenado a pasar la eternidad en un universo desconocido, deshabitado y en el que, por razones que los científicos no habían llegado a esclarecer, el ser humano no podía morir. Vivir para siempre en la más absoluta soledad; un castigo ejemplar y cruel destinado exclusivamente a los peores malhechores de la sociedad. Personas que hubieran cometido crímenes tan horrendos que ni el mayor defensor de los derechos humanos se cuestionase la moralidad de la penitencia.
El número de universos paralelos era infinito, o al menos eso se creía. Los científicos eran capaces de abrir puertas aleatorias a uno u otro indistintamente, pero no habían logrado controlar a qué universo determinado se quería acceder. En otras palabras, una vez sellada la entrada sólo un milagro haría posible que la siguiente puerta que se abriese fuera la de un universo ya visitado. Consecuentemente, si dicha puerta se cerraba estando alguien dentro éste jamás podría salir. La cárcel perfecta destinada al criminal perfecto. La cárcel de Valhon.
Pasados unos segundos se levantó y se llevó una mano instintivamente al pecho. Una pequeña cicatriz blanca que en unas pocas horas desaparecería por completo era la única señal de que un cuchillo había atravesado la piel de su torso desnudo la noche anterior. La experiencia era un grado incluso en sus circunstancias. La primera vez que se suicidó, o que lo intentó, dejó el cuchillo clavado y no tuvo la precaución de quitarse previamente la camiseta. Echar a perder su ropa en un lugar donde no había tiendas para reponerla no era una cuestión menor, por no hablar de lo que supuso despertar con la visión de un puñal insertado en el pecho y que, lógicamente, no podía dejar ahí.
Con la naturalidad del que ha repetido una acción decenas de veces, salió al exterior de la cueva donde había establecido su cobijo sin echar una ojeada al arma que yacía al lado de su lecho. Tenía que comprobar algo sin perder tiempo. Sus pies le condujeron con presteza hacia la orilla de un riachuelo a pesar de lo escarpado del camino. El paisaje era inhóspito. Una neblina perpetua se afanaba en difuminar las formas de la naturaleza salvaje. El astro que reinaba en el cielo (Valhon no se atrevía a definirlo ni como sol ni como luna) iluminaba lo justo como para concluir que el día y la noche se habían rendido a las tablas sin intención aparente de comenzar una nueva partida. Tardó apenas unos segundos en localizar con la vista la clepsidra, un pequeño artilugio que hacía las veces de reloj de agua. Su funcionamiento era sencillo, el flujo del río llenaba un embudo que permitía la salida del agua gota a gota hacia un recipiente con marcas en su interior. Cada marca representaba una hora del día. La cantidad de agua en el recipiente inferior indicaba a Valhon cuántas horas había pasado “muerto”.
Construir los utensilios del rudimentario reloj no le supuso ningún desafío; incluso en algunos instantes se sintió como el niño que apenas recordaba haber sido mientras, con las manos embadurnadas de barro y arcilla, moldeaba lo que a la postre sería el receptáculo del agua. No tuvo tanta suerte con la precisión del mecanismo que lo haría funcionar. De hecho no llegó a conseguir que el embudo vertiera las gotas con un intervalo de tiempo no ya matemático, sino medianamente fiable. En más de una ocasión la furia se apoderó de él tentándolo a destrozar de una patada todo su trabajo, sobre todo cuando se dio cuenta de que no tenía manera de saber cuánto duraba realmente una hora. Pese a los contratiempos Valhon construyó su reloj; impreciso y quebradizo, pero suficiente para efectuar la labor para la que había sido creado.
Aquel reloj se convirtió en su obsesión. Comprobar que el recipiente contenía un poco más de agua que la vez anterior era lo único que le insuflaba ánimos para continuar con su macabro experimento. Si no podía morir definitivamente al menos encontraría el modo de vivir en la inconsciencia la mayor parte del tiempo.
La primera vez que despertó tras “quitarse la vida” creyó que no habían pasado más de unos segundos, un minuto quizás. No fue hasta la tercera o la cuarta vez cuando se dio cuenta de la verdad. Fue por casualidad, como suele ocurrir en la mayoría de los grandes descubrimientos. En un ataque de desesperación (por aquel entonces no tenía ninguna otra razón para suicidarse) una soga atada al cuello fue el detonante de lo que ocurrió después. El cielo había decidido empatizar con la tragedia de Valhon derramando unas finas lágrimas. Recordaba haber sentido el frescor de unas gotas sobre su frente justo antes de que todo se volviese oscuridad. Para cuando la naturaleza se materializó de nuevo, frente a él se extendía una alfombra de fango. Ni siquiera en aquel siniestro universo, en su celda, la lluvia habría podido ocasionar aquel lodo instantáneamente. Valhon había permanecido horas “muerto”.
SINOPSIS
<La pesadez en los párpados es siempre el primer signo del regreso de la consciencia. Aún no. No abras los ojos. Trato de rapiñar unas milésimas de segundos más a la inmutable eternidad, pero es una enemiga implacable y no suelta su presa. Un aire denso y seco penetra contra mi voluntad hasta expandir mis pulmones en una brusca inhalación, arrancándome de las esquivas garras de la muerte… una vez más>
Valhon es un preso, pero no uno común. Tampoco lo es la cárcel en la que se haya encerrado: un universo paralelo deshabitado donde el ser humano es inmortal. Con absoluta libertad de movimientos y de acción pero sin esperanzas de poder escapar de su solitario y eterno encierro, la única obsesión de Valhon es encontrar una manera de morir definitivamente.
Pero una alteración inexplicable en el engranaje del “multiverso” provocará que varias de estas realidades alternativas se interconecten, entrecruzando su destino con el de otros solitarios presos cuyas peculiaridades pondrán a prueba todas las creencias y experiencias de Valhon.
Esos extraños compañeros de cama se verán abocados a colaborar en la búsqueda de su objetivo común, escapar… cada uno a su manera y de sus propios demonios.
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