Asomado por la ventana, respirando el aire helado después de la tormenta; las luces de las calles y los semáforos de la noche reflejados en el suelo: el mundo al revés que la lluvia descubre. Escuchar el motor cambiando de velocidades, es perfecto. Que nostálgica noche. No quise hacerlo, ella estaba metida en mi cabeza; vi todo pasar frente a mí como cuando te persiguen en sueños, correr con fuerza solo te detiene más, y el grito más fuerte se inhala como oxígeno. Tu voluntad es lo último que en realidad es tuyo; no quise golpearlo, solo estaba enojado por haber tomado ese chocolate hirviendo.
Me enamoré de ella desde la primera vez que la escuché, la voz en mi cabeza que me pide lastimar a otros. Sabe que soy sensible así que cuando me dice cosas lindas la escucho con fuerza en mi oído derecho, y cuando me ordena hacer algo me susurra con ternura a mi izquierda. Me conoce, sabe cuándo llego a ser lo suficientemente débil para hacer lo que quiere, conoce el momento en que le entregaré la voluntad. Empezó desde mis once años me parece, con cosas sencillas; halarles el pelo a mis hermanas, tirarles piedras a los gallinazos, quedarme con la devuelta de mi mamá. Todo lo hice porque me controló.
El agua ya hervía cuando metí el chocolate amargo con sabor a canela, siempre me descuido picando las verduras para el guiso mientras que el chocolate burbujea hasta regarse, está listo: leche en polvo al ojo, una y media de azúcar, una pizca de sal y a la licuadora. El blanco y marrón hacen el amor a través del vidrio para volverse castaño, hermoso. Nunca entendí como mi abuela soportaba el ruido de la licuadora a las seis de la mañana hasta que me mudé solo, y empecé a necesitar este chocolate a diario.
Las canciones de salsa de mis ancestros llenando la cocina son mi única compañía, los versos llegan cansados hasta el comedor. Ya está todo servido, doy gracias a mi creador por los bellos colores en el plato; amo el verde de la cebolla larga y las semillas del tomate que se asoman por entre los huevos revueltos con salchicha, mi pocillo de vidrio transparente deja ver el suelo y el subsuelo de mi chocolate perfecto, las capas se obscurecen desde la espuma hasta los diminutos pedazos de chocolate que sobreviven al fuego y a la licuadora. No puedo empezar a comer sin mi primer sorbo. Aún hervía; me llené de ira, ¿Cómo es posible?, debió estar tibio como siempre. «¡Ay chiquito! ¿Estás bien?». Hacía tiempo no me hablaba. «Rompe el vaso contra la mesa mi vida, te sentirás mejor». Si no fuera amante del vidrio negro lo habría hecho.
Me bañé y me vestí elegante, listo para el trabajo; mi pesadilla tres veces a la semana: la bolsa de basura llena de esas moscas pequeñas, las que podría respirar si a alguna le falla el vuelo. Mi mundo ideal desintegra lo que decides que no necesitas. Los jugos regados por todo el pasillo son mi parte favorita, no hay campeón mundial que logre correr con una de esas sin que al menos una gota caiga a tierra; bajo las escaleras y abro la reja de la calle, el pequeño poste de cemento frente a la casa queda solo unos centímetros más hacia la casa del vecino, pero desde que me mude aquí todos dejan la basura allí. Después de dejar la bolsa en el suelo lo veo salir de su garaje, al vecino, el que nunca responde mis saludos cuando llego; no conocía su dulce voz, viene hacia mi, ¿me va a saludar? ¿Estoy soñando aún? Para mi sorpresa, empieza a maldecir las madres de mis muertos porque por cosas de la vida, la única bolsa de basura en su poste era la mía. Todo bien, en teoría, hasta que pateó la bolsa hacia mis pies; sentir mis dedos mojados por los jugos del infierno fue mi límite. «¡Qué le pasa a este gordo! No puede tratarte así». Apareció mi amante. Él seguía insultándome por mí basura en su andén, yo le respondí cada cosa con mi pizca de veneno despectivo; él sugirió arreglar las cosas con puños, como el macho que decía ser. «Fácil bebé, es gordo y tendrá unos cincuenta años encima; solo tienes que golpearlo rápido y alejarte».
Su esposa golpeándome en la espalda con una escoba me abrió los ojos para encontrar que lo había molido a golpes, sangraba por la nariz como si fuera salsa de arroz chino: espantoso. No quise hacerlo, ella estaba metida en mi cabeza. Ella lo ayudó a levantarse y yo subí corriendo, asustado de mi; me lavé la sangre de las manos y cogí las llaves. Después de ese día dejó de ignorarme cuando lo saludaba.
Mi gato que se cree perro me espera siempre en las escaleras, le gusta que le acaricie la panza mientras se rasca las orejas contra el escalón; sé que no me ama y me consuelo al pensar que no ama a nadie. No es mi gato, la realidad es que solo viene a pedirme comida y a dormir; su brillante y suave pelaje negro huelen a dueño; su cara infeliz me dice que no le da carne. Siento una conexión con él a pesar de su indiferencia; aún no sé si es macho o hembra, no tiene testículos ni pene, pero tampoco vulva. Cuando me ve salir desnudo de la ducha pretendo que es hembra, de resto me da igual lo que sea.
Fui al tendedero para ponerme mi camisa favorita, otro día de trabajo. Me sentía tan bien, hasta que noté el hermoso diseño que dejó una torcaza cerca del hombro izquierdo. No importa en qué lugar la cuelgue, alguno de esos pájaros quiere llamar mi atención, reconoce mi camisa favorita y suelta su daño de estómago en ella. «Estúpido gato, ¿para qué te alimento? ¿Si quieres carne por qué no te comes las torcazas que atacan nuestro hogar?» —Pensé—. «—Pégale amor, así aprende—». «—¿Qué te pasa?, no es un perro así él crea que lo es—». Lo vi acostado en mi cama. «No hace su trabajo cariño, escúchame». Perdí el control de mi cuerpo, lo empecé a perseguir por todo el cuarto, corrió hasta la sala y salió por la ventana. ¿Y si lo hubiera alcanzado? ¿Le habría hecho lo mismo que al vecino? Me desplomé en el suelo, las lágrimas me bañaban el cuello; ella me controla, estoy enamorado. La odio.
Solo aparece cuando soy vulnerable, y después de hacer conmigo lo que se le da la gana se larga. La experiencia con mi gato, que en realidad es mío porque duerme en mi casa y lo alimento yo, me ayudó a entender. Mis emociones negativas la crearon con el paso de los años. Ella me conoce desde que nací, así que tuve que aprender a conocerme también. Han pasado dos años desde que intenté atacar a mí gato, la voz de ella no ha desaparecido, todavía me pide cosas horribles, pero al llegar a conocerme mejor empecé a escuchar una nueva voz, no es tan fuerte como la de ella, no es tan directa ni tan clara, ni tan frecuente, pero mientras más la escucho, soy más libre.
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