Enero se consumió lento y pesado, como un espiral de cuyo recuerdo solo quedan algunas cenizas por acá y por allá. Intenté hacer de cada crepúsculo matutino una nueva oportunidad para nutrir -y distraer- la mente y el espíritu.

Leí Orgullo y prejuicio (Jane Austen). Vi Orgullo y prejuicio (Joe Wright).

Me subí a subtes y colectivos.

Tomé cerveza, vino y gin tonic.

Me hice análisis de sangre, electrocardiogramas y ecografías.

Leí las crónicas de Hebe Uhart. Busqué fotos de Hebe Uhart. Sentí cariño por Hebe Uhart.

Hice ejercicio, tomé agua y me embadurné la cara con cremas.

Me tatué.

Regué las plantas. Les hablé. Me enojé por la ingratitud de las hojas amarillentas que no supieron apreciar mis cuidados.

Vi un documental sobre hongos. Otro sobre una pareja de vulcanólogos que encuentran la muerte en aquello mismo que más les apasiona.

Jugué con mis gatos. Dormí con ellos. Les grité.

Armé una lista de reproducción con canciones que me reconfortan. Otra con canciones que me aceleran las lágrimas.

Saqué fotos. Me saqué fotos.

Ordené la biblioteca y la volví a desordenar la mañana siguiente.

Escribí, taché, resumí, memoricé.  Y aún así, la sensación de no haber hecho lo suficiente descansa, pesada como un ancla, en el fondo del pecho. Porque siempre se podría haber mecho más, porque siempre hay otra cosa, porque se podría haber ido más rápido, más lejos. Porque para algunas cosas no hay eneros, ni febreros, ni descansos, ni vacaciones. Porque uno no puede vaciar el cerebro de expectativas.

¿Por qué uno no puede vaciar el cerebro de expectativas?

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