Todo se había dado de manera muy natural, como en un devenir esperable. El no quería molestar y su familia quería cuidarlo. El espacio era reducido. Cuando ya no pudo moverse más por sus propios medios Raúl le había preparado con una tabla de planchar vieja y las ruedas del cochecito de Andresito, una especie de cama fácil de trasladar en caso de emergencia. Su cuerpo estaba tan reducido que entraba perfectamente.

Quedó estacionado ahí, en ese nicho enfrentado a la bacha de lavar los platos. Era el lugar con más vida de la casa por eso habían decidido que estuviese ahí, así no se quedaba perdido en sus pensamientos irrecuperablemente. Ese era ahora su dominio.

Silvia se paraba todas las mañanas bien temprano en el marco de la puerta que daba a la cocina, un brazo en jarra. Su mano libre tamborileaba lenta mientras lo miraba suspirando y rumiando alguna canción para sus adentros.

-Buenos días viejito, ahorita te preparo un mate calentito antes de que entren los niños en malón a saludarte- le besaba la frente, mientras le acomodaba los pocos pelos que le quedaban en la cabeza.

Desde su posición Venancio sólo podía mover los ojos. Todo lo veía potenciado como bajo el filtro de una lupa. Silvia tenía razón, el marco estaba todo corroído y se venía abajo con cada repiqueteo de sus uñas violetas, «sin dudas, sería un grave caso de pityrosporum ovale» pensaba divertido. Si se esforzaba y giraba un poco la cabeza encontraba la grieta en el revoque. A estas alturas era capaz de reconocer como se iba extendiendo semana a semana, como su parálisis. También era implacable, tampoco parecía querer frenar. La ingrata dibujaba ríos y bifurcaciones, él les ponía nombres como los que había aprendido en la escuela. La mejor parte era cuando se encontraba con las manchas de humedad amarillentas del cielo raso. Eso era ya otro mundo, ahí Venancio se quedaba horas imaginando universos e historias.

Por las tardes entraba Raúl y lo cambiaba de posición, así evitaban las escaras. Girado sobre su lado derecho contaba una a una las gotitas que se le escapaban a la pobre canilla oxidada. A pesar de los miles de intentos por cambiarle el cuerito, siempre se le escurrían desobedientes. Venancio sonreía por dentro, porque cuando los rayos de sol las atravesaba, cada una llevaba un pequeño arcoíris dentro. Y él se imaginaba bailando.

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