Peripecias de oficina

Peripecias de oficina

Ana M&M

12/06/2018

Germán estaba en su asiento, dudoso; había impreso una factura y no sabía si levantarse a por ella o si pasaría pronto por allí algún compañero que pudiera traérsela; Pedro se había ido a hacer algunas gestiones a la aduana y Juan Luis, alias “el seductor”, estaba tomando café con las féminas que frecuentemente revoloteaban a su alrededor buscando un poco de su atención, por lo que no podía hacerle el encargo a ninguno de ellos. Finalmente se levantó con tan mala suerte que, al volver con la factura, se cruzó con Teresa que se dirigía a escanear unos documentos. “Si lo hubiera sabido, le habría pedido que me recogiera la factura” – pensó con disgusto.

Diez minutos después volvía Juan Luis “el seductor” con su tercer café del día y dos palmeritas en las manos. No era su primer desayuno pero aun así no estaba gordo, tenía más suerte que Germán que lucía barriguita, lo cual se debía a que él era un hombre de huesos anchos, un hombre en condiciones, no como los debiluchos de las nuevas generaciones como Juan Luis que no comían más que metralla. Era injusto porque Germán solo desayunaba dos veces y la mayoría de ese tiempo lo dedicaba más a hablar que a comer. “Escucha lo que te voy a decir” – era una de sus frases más habituales, y bastante cierta, su ADN le había dotado de una voz con decibelios suficientes para que le escuchasen los que con él desayunaban así como cualquiera que estuviese al otro extremo del comedor.

Cierto es, también hay que decirlo, que su Paqui le cuidaba de maravilla; era el único de sus compañeros que comía caliente todos los días, y es que, a pesar de todos los años pasados y las dificultades que habían enfrentado en la crianza de sus hijas, el amor que sentían el uno por el otro había ido en aumento. Pronto sería abuelo. Deseaba que fuera un niño. Con sus hijas había intentado en vano transmitirles su pasión por el Atlético de Madrid y todas sus esperanzas ahora estaban puestas en el nieto que venía en camino.

Juan Luis venía de un pequeño pueblo en la provincia de Toledo. La primera vez que pisó Madrid se sintió confuso. Los altos edificios y el constante ruido del tráfico poco tenían que ver con el pilón de la plaza del pueblo y las vasijas de cerámica a las que estaba acostumbrado. Lo echaba de menos. Pero Germán, con su estilo campechano, le hacía sentir como en casa.

Media hora después del incidente de la factura, regresaba Pedro de la aduana. Al contrario que Germán él era de huesos finos y de rostro triste. Se pasaba el día haciendo trámites de un lado a otro, caminaba despacio mirando al suelo, arrastrando los pies… Se quejaba poco y comía menos. El trabajo le estaba consumiendo día a día, lo daba todo y apenas le reconocían nada.

Pero lo peor era su adicción al alcohol; aquello estaba acabando con su vida. Había empezado casi sin darse cuenta, con algunas copitas de más en las salidas de los fines de semana, algún que otro vinito en las comidas y, sin saber cómo, se le había ido de las manos. Su dependencia al alcohol le había arrebatado todo lo que le importaba: los primeros en alejarse fueron sus amigos, después sus hermanos, cansados de advertirle y, finalmente, un martes de noviembre al volver del trabajo, encontró la casa completamente vacía; su mujer se había marchado llevándose a los niños. Su trabajo era lo único que le quedaba, lo que le permitía costearse su vicio con dignidad sin necesidad de robar.

Carlos, que aquel día había llegado más tarde después de hacer una visita al médico, no por cortesía ni por amistad sino para vigilarse el azúcar que tenía la mala de costumbre de subir vertiginosamente y sin previo aviso, miraba el ordenador y el montón de papeles que tenía esparcidos sobre la mesa casi a partes iguales. Estaba preparando un escrito de esos para los que solo él tenía experiencia y conocimiento suficientes, porque por supuesto, en aquello no le ganaba nadie, bien lo sabía él. Quiénes no parecían tenerlo tan claro era la jefatura, que no le daban un puesto de responsabilidad para el que estaba perfectamente cualificado, eso sí, cada vez que había algún asunto complejo de solucionar le tocaba a él. Era injusto.

A Carlos le gustaban las mujeres más que los bollos, lo cual resultaba difícil de creer a juzgar por el tamaño de su barriga. Era común verle dándole un masaje a Carolina, no porque ella padeciera de la espalda, sino porque eso le ayudaba a liberar tensiones, tanto a ella como a él. Cierto era que ese tiempo debía dedicarlo a trabajar pero él se lo podía permitir, se sabía el reglamento de pé a pá y sacaba de muchos apuros a la empresa, simplemente le necesitaban, así que también se podía dar un homenaje de vez en cuando.

Y así, entre escaqueos de Germán y coqueteos de Juan Luis, entre arrepentimientos y promesas al vacío de esa última copa que nunca llega, entre escritos de maestro y masajes sin final feliz, aquellos cuatro hombres que probablemente no se habrían elegido entre sí de habérseles dado la oportunidad, formaban un equipo singular y, sobre todo, resoluto.

Pero no era ni la inteligencia de sus componentes ni las ganas de trabajar lo que hacía tan espléndido a aquel equipo, sino aquella complicidad que había surgido algunos años atrás en una noche de juerga y desenfreno por los bares de Madrid; sucesos que deberán esperar a ser narrados en otra ocasión.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS