Antes de que tuviera la calzada ancha de ahora, la calle donde viví mis primeros veinte años tenía un bulevar en medio. Allí jugaban al fútbol los chicos del barrio sin preocuparse entonces de que la pelota se saliera de la acera porque rara vez pasaba un coche. Yo, que nunca he sido buen futbolista y siempre poco sociable, prefería quedarme en casa leyendo y contemplándolos correr de vez en cuando desde mi ventana. Me llamaba la atención sobre todo uno que era el que mejor jugaba, se llamaba Mario y era el hijo del lechero de enfrente.
El bulevar estaba flanqueado de árboles que lucían espléndidos en primavera y se prolongaba más allá de María de Molina hacia territorios donde hay hoy grandes edificios de oficinas y entonces aceras de tierra entre descampados y alguna casa aislada. A esa parte, que era entonces la frontera entre el campo y la ciudad, nos llevaba mi madre a jugar cuando éramos aún más pequeños y nos encontrábamos con otros niños. Algún día que había suerte, podíamos aprovechar el agua que fluía de las bocas de riego que habían olvidado cerrar.
Mi casa estaba en un primer piso, y era excelente la vista desde la única ventana que daba a la calle Velázquez, todas las demás se abrían a patios interiores. No solamente podía reconocer todas las caras de los paseantes, sino identificar lo que llevaban en la mano. Hasta qué periódico compraba el perro del vecino de enfrente, adiestrado a correr cada mañana al kiosco de la esquina y trasportar en su boca el diario que leería su dueño durante el desayuno.
No había más que un par de metros desde mi ventana hasta la acera y además, un muro de hormigón, que se acababa a un metro desde el suelo, hacía muy fácil la escalada para penetrar por aquella ventana a nuestro hogar. Quizá pasara el día allí apostado porque estaba vigilando para evitar un asalto de los ladrones que nunca ocurrió. Sí que usamos nosotros aquella entrada alguna que otra vez que habíamos dejado la llave olvidada en la casa.
Había muchos bares en la acera de enfrente, y podía espiar el trasiego de los vecinos por ellos. El más popular era el Porrón, que estuvo allí siempre y era como el club social del barrio. Me fascinaba la fuente que instalaron para lavar las botellas que traíamos, antes de llenarlas de vino a granel. Era un pitorro que miraba hacia arriba y expulsaba el agua en vertical cuando se colocaba sobre él la botella invertida con la boca presionando la base del artilugio. Desde mi ventana, podía ver a algunos padres de nuestros amigos pasar un rato en ese bar antes de entrar a casa para cenar y los domingos a las familias enteras ir a tomar el aperitivo.
El Rancho Grande estaba justo enfrente y aún recuerdo la noche en que lo abrieron con una fiesta a la que invitaron a todos los residentes de las manzanas colindantes. Este bar nació con una vocación mucho más juerguista y llegaban a él forasteros que no vivían en nuestra calle. Y cuando ya había pasado la hora de la cena y toda la gente de bien estaba en la cama, se llenaba de personajes muy diferente a nosotros, de coches espectaculares parados delante y sobre todo, de chicas mucho más despampanantes que las que veíamos habitualmente por allí.
Mientras que ir al Porrón era parte de la rutina vecinal y no merecía ninguna censura de las cotillas del barrio, aunque bien que se fijaban en quién y con qué frecuencia iba y en qué estado volvía a casa; ir al Rancho Grande era en sí un acto mucho más pecaminoso y los vecinos asiduos e incluso los ocasionales eran estigmatizados de por vida y sus esposas arrastraban la vergüenza y la lastima ante los demás.
La lechería estaba un poco más calle arriba y era yo el que iba allí a comprar, porque un día el lechero había echado un piropo a mi madre y ésta decidió no acudir más. Solía traer un litro de a 3,50 pesetas hasta que un día mi padre, confiado en que nuestra situación económica empezaba a mejorar, me dijo que a partir de entonces trajera la más cara, con menos agua, a 5 pesetas.
Pero lo que más me interesaba de todo lo que veía era la carbonería que había al lado del Porrón. Era un cuchitril angosto, abarrotado por los distintos montones de carbón que iba sacando el comerciante en sacos que repartía por las casas. Nunca usamos de sus servicios porque mi padre trabajaba en la compañía de la luz y teníamos un precio especial por la electricidad. Por eso habíamos cambiado nuestro viejo fogón por una cocina de placas y colocado por el pasillo y el salón unas estufas que se enchufaban a la red. Hasta nos permitíamos el lujo de dejar una bombilla encendida a todas horas para hacer creer que había alguien en casa.
La que me interesaba era la hija del carbonero, una chica muy pizpireta algo mayor que yo. La veía todos los días cuando volvía del colegio y se quedaba con su padre en aquel almacén donde resaltaba su melena rubia y sus piernas blancas contra la negrura que había a su alrededor. De tanto mirar aquel cuadro en negro, blanco y rubio me enamoré perdidamente de ella. Ya tenía decidida la estrategia de aproximación, simulando un pedido de hulla para mi casa y entreteniéndola en casual conversación mientras el padre echaba las paletadas en una espuerta de esparto ennegrecida. Y según cruzaba la calle decidido al tiempo que atemorizado a poner en marcha el plan, vi a Mario, el gran futbolista del bulevar, acercarse a ella, plantarle un par de besos y llevarla cogida del hombro acera adelante hasta entrar en el Rancho Grande. Pasaron delante sin siquiera mirarme, mientras el carbonero esperaba interrogante a que le hiciera el absurdo encargo.
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