Una Sutil Sonrisa

Una Sutil Sonrisa

A Berumen

12/03/2018

Viendo a Garrik —actor de la Inglaterra—
el pueblo al aplaudirle le decía:
«Eres el mas gracioso de la tierra
y el más feliz…»
Y el cómico reía.

REIR LLORANDO

Juan de Dios Peza.


Un nuevo sol entra por mi ventana, iluminando mi pequeña habitación, llegando a su impostergable cita, como todos los días.

Con un simple reflejo matutino, volteo a mi mesita de noche y repaso, una a una, las diferentes pinturas que hoy darán vida a mi personaje.

Analizo, colgado en mi perchero, mi llamativo traje multicolor y busco, como un reflejo innato, las diferentes pelucas que el día de hoy, vestirán mi imagen.

En la mente repaso mi agenda, y evalúo a quién hará más falta, esta mañana, fabricarle una sonrisa.

¿Será que debo emular, una vez más, a Patch Adams, visitando la sección de oncología pediátrica en el Hospital General?

No lo sé. Creo que aún no me he repuesto por completo de aquella última visita. Conservo todavía grabada en mi mente, la carita de aquel pequeño (¿Luisito se llamaba?), que a sus escasos seis años, luchaba por sacar una sonrisa de su pequeño y frágil cuerpo, que sin atisbo ya de esperanza, parecía más bien reclamar a un Dios por su inmisericorde designio, ¿Hasta dónde el dolor puede doblegarnos pidiendo a gritos dejar atrás un cuerpo, que más allá de ayudarnos, es como un veneno que a cada segundo que pasa carcome nuestra alma, pretendiendo aniquilar cualquier rastro de Fe que en ella aún persista?

Y al final, el destino siempre nos alcanza. No había yo aún salido del hospital, tratando de controlar mis làgrimas, cuando una enfermera me alcanzó para avisarme que “Luisito”, nos había ya abandonado. Eso sí, me dijo, se fue con una sonrisa en su inocente rostro. ¡Vaya consuelo!

No, mejor hoy paso de los hospitales.

Sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer? La última vez que visité a los niños del barrio, aquel que huele a miseria y podredumbre, tuve que salir corriendo, pues se me ocurrió la pésima idea de llevarles unos globos y alguien comentó que era yo IT. Maldito Stephen King, pensé, cuanto degradó la imagen de nosotros los payasos.

Preferiría hoy mejor descansar. Quedarme en mi cuarto viendo la tele o leyendo alguna revista de esas que recojo de los basureros, en aquella zona residencial de lujo, cuando me contratan para algún cumpleaños o fiesta infantil.

Volteo a la izquierda y veo a mi pequeño hijo, de meses, reposando su cabecita entre los blancos y tiernos pechos de mi joven esposa, ambos dormidos sobre el colchón que desechara mi último cliente, y que yo me apresté a recuperar, antes de que el camión de la basura hiciera lo propio.

Ellos necesitan comer, y yo necesito fabricar sonrisas, es ese, sin duda, mi mejor alimento.

Empiezo así mi rutina de maquillaje. Reúno los colores necesarios, elijo la peluca. Busco mi roja naríz, lustro mis enormes zapatos (¿quién habrá inventado que los payasos usaran zapatos tan grandes?) Dejo para el final mi traje multicolor, colgado en aquel viejo perchero.

Me apresto entonces a mi encuentro con la ciudad, no sin antes revisar mi roída cartera y sacar aquella estampa, descolorida ya por el paso del tiempo, que me entregó mi padre en su lecho de muerte, conminándome a prometerle, delante de esa preciosa imagen, que continuaría con su labor de “fabricante de sonrisas”. Me persigno con ella y la beso, volviéndola a guardar, con delicadeza y cuidado, en su reservado lugar dentro de mi delgada billetera, y muy cerca de mi corazón.

Contengo, con mucho esfuerzo como todos los días, aquella fugaz lágrima que los recuerdos de mi feliz infancia fabrican, cuando siendo niño, acompañaba a mi padre en sus representaciones.

Después de poco más de una hora, termino mi transformación y salgo a la calle sin rumbo fijo.

Con cada paso que doy, voy cavilando cuál será mi destino de hoy.

Mi alma despertó esta mañana muy dolida. Quizá se deba a algún mal sueño, del cual ya no recuerdo nada. No lo sé.

Mis pasos me conducen, sin notarlo, hasta las puertas del Hospital Pediátrico.

Escucho en mi cabeza, gemidos de dolor y llanto desesperado.¡Maldición!, vocifero. Puede que el día de hoy no consiga para comer, pero mi alma, sin duda, recibirá su alimento necesario.

Ingreso, sin autorización previa, al área de cuidados intensivos, y con solo ver la cara de asombro de aquellos pequeños, y las sonrisas inocentes que emanan de sus frágiles y desgastados cuerpos, mi alma despierta en un instante, y solo alcanzo a pensar, antes de empezar mi rutina … si por lo menos, uno de estos pequeños se marcha hoy, dejando en su maltrecho cuerpecito una sutil sonrisa, mi día bien habrá valido la pena …

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