A cada paso, deja caer rítmicamente la mitad de su peso contra el suelo; reconocería la cadencia de ese andar de tentetieso sobre las mismísimas llamas del infierno.

  • —Entra la tonta de la judia —me anuncia el recepcionista.
  • —¿Quién? —No sé si no se ha dado cuenta de que estamos en pleno barrio judío, que atiendo al día a decenas de pacientes a los que les caen rizos de las peot y que, a pesar de su flamante pasaporte, un sector importante de este país todavía lo considera, también a él, infiel. Si no fuese un idiota, le explicaría además el daño que ha hecho el antisemitismo a este continente y, sobre todo, que me importan una mierda las opiniones que tiene de los pacientes, que lo único que quiero acabar puntual a las seis de la tarde para irme a mi casa.
  • – La señora Piedrarrubí —precisa.

Lo observo marcharse balanceando su vasto culo, mientras enumero mentalmente los factores de riesgo que tiene para sufrir un infarto de miocardio: varón, cincuenta y tantos, dieta rica en grasas saturadas, sedentario, obeso mórbido. Primum non nocere, o lo que es casi lo mismo, yo no debo desearle la muerte a nadie.

Entonces la veo aparecer tímidamente en el umbral de la puerta. También vino ayer, antes de ayer y todos lo días antes de estos, o por lo menos, así lo siento.

  • —Pase, por favor, señora Piedrarrubí. Buenos días, ¿qué la trae otra vez por aquí?
  • —Muy amable, doctora, muchas gracias —me dice, haciendo una ridícula reverencia.

Su diminuta estatura, esa cara que estoy segura de haber estudiado en las fotos de facies sindrómicas en mi libro de Pediatría, su hablar gangoso, no pueden sino recordarme a mi profesor de Genética: «se conoce como efecto fundador a las consecuencias derivadas de la formación de una nueva población de individuos a partir de un número muy reducido de estos; las poblaciones bajo este efecto pueden presentar alelos raros en exceso o carecer de otros comunes en la especie original». Estoy segura de que su desgracia es fruto de la endogamia y, mientras tanto, millones de idiotas como el recepcionista siguen empeñados en la segregación.

  • —Nada, señora Piedrarrubí. Pero, dígame, ¿qué puedo hacer por usted? —insisto.
  • —Estoy resfriada.

Antes de que me enseñe un pañuelo con sus mocos, de que me tosa en la cara para demostrarme cómo se oyen las flemas atrapadas en algún lugar de su tracto respiratorio, antes de que describa la dificultad con que respira por las noches, ya estoy aburrida. «¿No vino por eso ayer?», me pregunto. «No es cierto, la última vez eran unas heces líquidas, con textura de papilla y color anaranjado». Todo me parece ahora una excusa para despedirme en este mismo instante. Odio sus enfermedades insignificantes, su infundado miedo a dejar de existir, lo delirante de sus quejas; todo en ella es ridículo. Pero, odio, más que nada, los miércoles; la gente odia los lunes, pero lo que yo odio de verdad son los miércoles, equidistantes del principio y del fin de la semana, no alcanzo a ver la salida de este agujero, de este ambulatorio fulgurante, de esta perla aséptica de compañía de seguros. Le doy un sorbo al café, otra injusticia más: está frío.

  • —¿Usted no es demasiado joven para ser médico? —me pregunta de repente.

La miro, no sé quién se ha creído que es. Seguramente ignora que la razón de que la atienda yo, «demasiado joven para ser médico», es que no soy más que la nueva, ese ente al que sus compañeros le mandan todos los pacientes que no quieren atender. Por ejemplo, este engendro, esta malnacida que tengo ahora delante. Pienso en todos los sábados que madrugué para estudiar, en las tardes de domingo durante la residencia, atendiendo a todos los pacientes que no habían querido ir al médico de familia entre semana y acudían entonces, en día festivo para la mayoría de la población, a colapsar el mal llamado Servicio de Urgencias y a contarme también sus mocos, sus vómitos, sus calambres, sus vértigos; pienso en las nochebuenas y en las viejas, en los días de Navidad que tuve que «celebrar» en la cafetería del hospital. Pienso en mi doctorado frustrado, en la carrera de conservatorio que no acabé y en todas las renuncias que he hecho para acabar trabajando en este lugar insignificante, cobrando una miseria, a cambio de no tener que hacer guardias y poder llevar una vida normal. Quiero olvidar las lecciones de Bioética, a todos los médicos buenos que he conocido, olvidar que los enfermos merecen que nos mostremos amables por el simple hecho de ser pacientes. Pues el término paciente viene de padecer, y ¿quiénes somos nosotros, los matasanos, para añadir más dolor a un cuerpo enfermo? ¿Pero no soy acaso yo paciente también, y en los dos sentidos? ¿No los padezco yo, a ella y a tantos, que vienen cada día a escupirme los detalles más escatológicos de su existencia?

Se me ocurre, entonces, contestarla que no, que no soy médico, que ni siquiera acabé el bachillerato y que me saqué un curso de curandera por correspondencia; que, en realidad, únicamente soy experta en remedios que no funcionan, como la homeopatía, y que me tienen ahí exclusivamente porque mi bata hace juego con las baldosas, porque me aburría en casa envenenando a mis ratones y porque, además, solo a una indocumentada como a mí pueden pagarle menos que a un ilustrísimo catedrático, que, indudablemente, encontraría el máximo deleite en la contemplación de sus mocos.

—Por supuesto que sí, señora Piedrarrubí. Recién salida del horno —contesto sonriente. Espero, por lo menos, no encontrarme también con esta criatura en el infierno.

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