La esencia oculta: la Torre del Peregrino

La esencia oculta: la Torre del Peregrino

El aroma de las frambuesas

La luz del alba se filtraba por las ventanas. Sobre la cómoda, un cuenco de frambuesas arrojaba un aroma fresco y dulce. Zinnia se desperezó. Durante la noche había mantenido una charla con su padrastro que la tuvo despierta hasta la madrugada. Llevaban sin verse desde que su orden, los Centinelas de los Cien Vientos, la obligara a abandonar la posada muchos años atrás. Normund tenía mucho que contarle… y también algo que pedirle.

Cuando terminó de estirarse, se volvió hacia la cama para recoger sus cosas: un zurrón y un odre de agua. Luego se refrescó en la jofaina y se recogió el pelo, que le caía en rizos rojos sobre el cuello de la ajustada camisa. Por último, después de palparse el costado para comprobar que su daga estaba bien sujeta por el cinto bajo la ropa, echó un vistazo a su dormitorio.

La última mañana que pisó esa habitación le ordenaron partir al Bosque de los Enebros. Acababa de ser nombrada Centinela de los Cien Vientos cuando por imposición del Consejo se vio obligada a dejar su casa, a olvidarse de su familia, para custodiar ese bosque al noreste de Yvreska. De aquello hacía casi dos décadas. Ahora era Normund quien la necesitaba y ella no iba a perder un instante lamentando las decisiones que la habían llevado a distanciarse de su padrastro.

Salió del cuarto hacia el pasillo y descendió por la escalera a la planta baja. Esparcidas por aquí y allá, varias pilas de troncos mohosos y mesas sin vida tachonaban la estancia. El polvo dormitaba en la barra, ocluía las grietas de las paredes. Zinnia añoraba el bullicio de las conversaciones que en otra época se atropellaron en esa sala, los gritos de los parroquianos cuyas jarras no se llenaban a la velocidad que ellos querían. La posada gozó de una fama muy distinguida en el sur, siempre estaba en boca de mercaderes y lugareños, pero aquella reputación se había tornado en taburetes vacíos. Perdida en el pasado, la pelirroja se dirigió a la puerta trasera y la empujó apoyándose en el tirador. La niña que disfrutaba con las historias de los comerciantes de tránsito había muerto, aunque persistían algunos retazos en su mente adulta: unos por desgracia muy vivos y otros difusos cual reflejo en las aguas turbias de un lago.

Fuera, la hierba se mecía con la brisa del valle. Zinnia continuó por un sendero natural hasta las caballerizas; en una de las cuadras la esperaba Areth, un corcel de pelaje castaño. Antes de que ella abriese la barrera, este le rozó la mano con el hocico. Recogió del suelo el equipamiento que había reunido el día anterior y, sin demorarse, se concentró en preparar el caballo. La tarea le ocupó más de lo esperado, pues, aun cabalgando con frecuencia, llevaba una eternidad sin ensillar una montura. Una vez tuvo ajustadas las correas con firmeza, se sirvió de los estribos para subirse. Le acarició el cuello y a trote lento lo guio por un camino que rodeaba el albergue hasta el porche de la entrada.

La posada se ubicaba en la ladera de una loma salpicada de abetos y cipreses; sobre aquellas coníferas descollaba un haya cuyas ramas se extendían paralelas al terreno. Zinnia detuvo el caballo y se quedó mirando el árbol. Suspiró; los recuerdos la sacudieron con la contundencia de un golpe de viento: imágenes que creía olvidadas. Noches en vela aspirando el aroma de las montañas, juegos y canciones cuyo eco perduraba en su memoria… y mucho dolor. A la sombra del haya había encontrado un refugio después de que asesinaran a su madre, una guarida donde la pena y la soledad habían llevado a Zinnia a descubrir su propia esencia.

La pelirroja arrancó una hoja de tonalidad parda y la guardó en el petate. A pocos pasos del haya había un cartel de madera. Más allá, hacia el sur del valle, se hallaba una encrucijada. Casi todos los caminos serpeaban siguiendo trayectorias diferentes hacia una depresión bañada por los cauces de varios ríos. Casi todos, a excepción de uno: un sendero que atravesaba las aldeas de las montañas del oeste entre árboles desnudos. Los ojos de Zinnia se posaron en el final de aquella senda, en una ciudad que emergía de entre la lluvia y la bruma: Milaguas.

De repente escuchó un chirrido a la espalda y se bajó del caballo. Con los ojos tan entrecerrados que daba la impresión de estar dormido, Normund avanzaba por el porche ayudado de su bastón. Cuando alcanzó el pretil, apoyó el cayado a la derecha y se sujetó a la baranda. Tenía varices en los antebrazos, arrugas por todo el rostro, y en la mano izquierda sostenía una jarra de madera.

—Buenos días —lo saludó Zinnia a medida que se acercaba hacia él.

—¿Te marchas? —le preguntó su padrastro.

—Ya tendría que estar en camino. —Giró la cabeza hacia el caballo—. Espero que no te importe que me lleve a Areth.

El hombre le dio un sorbo a la jarra y la dejó en la balaustrada.

—No debería… —titubeó. Por los labios le resbaló un jugo entre rojo y púrpura que le confería a su aliento un aroma fresco y dulce—. No debería habértelo pedido.

—¿Todavía sigues con esas? Si no lo hubieras hecho, me habría enterado tarde o temprano y mi decisión habría sido la misma. Te lo debo por cómo me has tratado. —Hizo una pausa—. Por cuidar durante tantos años de mi madre.

Al anciano le afloraron lágrimas en unos ojos que habían perdido el brillo.

—Istar… Mi dulce Istar… —Las manos le temblaban—. Zinnia, no vayas. Quédate, te lo ruego. Ya solo te tengo a ti.

—Eso no es verdad. Encontraré a Torel. Te lo prometo.

—Sin tu hermano… ¿qué me queda? —balbuceaba—. ¿Qué…?

De manera involuntaria Normund golpeó con el codo la jarra, que rodó por el suelo hasta chocar contra uno de los puntales del pórtico. Mientras el zumo de frambuesas se escurría entre los tablones, el anciano rompió a llorar. La angustia se acentuó en su rostro, despedazado por las primeras puñaladas del sol. Zinnia lo abrazó por detrás.

—¡Cálmate, padre!

Pero las moscas ya habían llegado. Apenas tardaron en acudir al dulce aroma de las frambuesas, en congregarse en torno al charco sanguinolento que teñía la hierba de escarlata por debajo del porche. Areth removía la tierra con la pezuña junto al cartel de la posada: “Bienvenidos a La Jarra sin Fondo”.


Ratas y putas

No paraban de subir y bajar barriles por las rampas de los muelles de Corcesca. Los barcos luchaban por un lugar junto a alguna pasarela que facilitara a la tripulación la descarga de la mercancía. Casi todos los botes ligeros marchaban hacia los fondeaderos repartidos por la ciudad; solo algunos persistían en la labor de anclar entre los inmensos galeones que acababan de llegar de más allá del océano.

Blazh se recostó en la silla desde la que presidía el puesto de las aduanas. Por una de las muchas pilas de monedas acumuladas sobre la mesa trepaban los rayos del alba. Los manifiestos de las embarcaciones se estremecían bajo los sellos de Ulfgard y Markus, sus dos ayudantes, que con cada estampado hacían más grandes esas montañas de oro. El recaudador cerró los ojos, inspirando el olor del lacre. Entre los graznidos de las gaviotas le llegaban uno tras otro los golpes de los sellos. Abrió los ojos y sonrió a uno de sus hombres, firme delante de la mesa junto al resto de su escolta. Era una mañana magnífica.

—Ojalá sigamos así durante mucho tiempo.

—¡Esto es insufrible! —le replicó Ulfgard, sentado a su derecha—. ¡No puedo parar ni para rascarme la barba!

—¿Queréis que le solicite a la Liga vuestro traslado?

—¿Para que nos envíen al oeste y no volvamos a ver el sol? —bufó el joven Markus haciendo aspavientos con una mano desde el otro extremo de la mesa—. ¡No, gracias! —Su labor se reducía a lacrar los manuscritos de los barcos de tránsito.

—¡No os quejéis! —les reprochó el recaudador—. En unos años tendréis los dobres suficientes para retiraros de por vida. Solo espero que este mundo no os consuma como a mí o al viejo Drein. —Le dio un capirotazo a una moneda de cierto valor, que se cayó por el borde de la mesa—. En fin, volvamos a lo que importa. Creo que no se me quebrarán las manos por ayudaros. ¿Cuál os toca ahora?

—Creo que es el turno del Madre de los Vientos —dijo Markus mientras apartaba las decenas de manifiestos desperdigados por su lado de la mesa—. A ver si por aquí… ¡Ajá! —Alzó un papel de color amarillento marcado con un sello que representaba un guantelete de metal—. Es un barco de la milicia.

—¿Quién lo capitanea?

—Según esto… el teniente Smethurst —confirmó el muchacho sacudiéndose el sudor de sus cortos cabellos negros.

A Blazh y a Ulfgard se les escapó una risotada.

—¿Qué ocurre? —inquirió el joven ayudante—. ¿Lo conocéis?

—Tuvimos algunos percances con él en el Paso de los Cuchillos —respondió Ulfgard—, aunque dudo que se acuerde de nosotros: por entonces éramos más jóvenes… y también más estúpidos.

—No parece que transporten gran cosa aparte de algunas armas —resumió Markus después de echarle un vistazo al manifiesto del barco.

—Algo habrá —aseveró Blazh—. Siempre lo hay.

Seis soldados atravesaban la multitud aglomerada en los muelles hacia las aduanas. Por encima de sus cabezas destacaban las plumas de los yelmos, teñidas de negro y granate en franjas horizontales, y la púa de sus alabardas. Los escoltas de Blazh se hicieron a un lado para dejarlos pasar. De todos los milicianos, solo uno, el de aspecto más curtido, dio un paso al frente. El recaudador arrugó la nariz, olfateando el aire: la comitiva olía peor que la más inmunda de las caballerizas.

—Vos debéis de ser el oficial al mando —señaló—. Si nuestros documentos están bien, el teniente Smethurst.

—Lo están —corroboró él con un cierto deje de superioridad.

—Bienvenidos a Corcesca. —Blazh se puso de pie para estrecharle la mano y, con la elegancia de un aristócrata, se dejó caer otra vez en su asiento—. Markus, déjame ver el manifiesto.

Su ayudante le entregó el documento.

—¿Qué mercancía transportáis? —Fingió revisar cada letra del escrito.

—Nada que sea de gran interés.

—Toda mercancía es importante para nosotros —repuso el recaudador con una modestia muy bien aparentada.

El teniente resopló con desdén.

—Si insistes… Casi todo son víveres. También hay armas del ejército: espadas, escudos, arcos… Y sobre todo mucho estiércol. Hace varias jornadas sufrimos una fuerte marea en el Océano de las Lanzas y los caballos han dejado las cuadras de los pisos inferiores en un estado lamentable.

Los labios de Blazh se curvaron hacia arriba, su barba dorada le perfilaba las comisuras.

—Supongo que tendréis los víveres y las armas en regla…

Smethurst sacó varios papeles arrugados de uno de los costados de la coraza y se los entregó.

—Conservas en salazón, carne, pescado y otros tantos barriles de cereales… ¡Escudos paveses, vaya! —Cotejó uno a uno los papeles del teniente.

—No pierdas el tiempo: está todo en orden.

—¡Oh, sí, lo está! —admitió Blazh—. Pero me temo que no podré dejar que los animales bajen del barco, lo lamento.

La decisión desconcertó a Smethurst. Algunos de los soldados que lo acompañaban insultaron al recaudador, cuya guardia, compuesta por más de una docena de hombres, reaccionó rodeándolos.

—No te estoy pidiendo permiso —aclaró el miliciano con desprecio.

—No os lo toméis como algo personal, es por la salud de los habitantes de Corcesca. ¿Quién me asegura que vuestros caballos no están enfermos? No serían los primeros animales que desatan una epidemia en una ciudad.

Con una sonrisa tan amplia como displicente, Blazh alzó la mirada. En respuesta, el teniente barrió la mesa de un manotazo. Los papeles saltaron por los aires, acompañados del tintineo de los montículos de dobres al desmoronarse.

—¡Mis animales no están enfermos! —vociferó golpeando la mesa con el puño cerrado.

Se atropellaron los agravios y las injurias, que ya no salpicaban solo a Blazh. Con los dedos sobre la empuñadura de sus espadas envainadas, los escoltas del recaudador cercaron a los soldados del ejército. Blazh alzó una mano para detenerlos y desvió la atención hacia Smethurst, que reanudó la discusión.

—Mis animales van a bajar del barco, escoria de la Liga, te guste o no. Y van a bajar ahora.

—Eso no va a pasar sin mi consentimiento y, si seguís así, solo conseguiréis que me quede con toda vuestra mercancía.

Se acentuó el vocerío.

—¿Por quién me tomas? Yo no soy uno de esos comerciantes a los que puedes exprimir como te salga de las pelotas. Soy un teniente de la Milicia de Yvreska y aquí, en estos muelles de mierda, la puta autoridad soy yo. ¿Lo entiendes?

—Creo que vos sois quien no entiende nada. Quizá no sepáis con quién estáis hablando.

—Sé más de lo que te crees. Me han hablado de ti, mis hermanos del cuartel ya te conocían. “Ten cuidado con la rata”, me decían, “es peor que las putas porque él no te come la polla: solo le importa tu dinero”. Y a mí no me vas a joder, ra-ta —enfatizó.

Los soldados del ejército golpearon los tablones del suelo con las alabardas. Contra sus cascos estallaba el aliento de los guardias de Blazh, quien no los detuvo en esa segunda ocasión. En lugar de contenerlos, optó por levantarse con una parsimonia exagerada. Puso las manos en la mesa y se inclinó sobre Smethurst: le sacaba casi una cabeza. Sus ojos verdes, henchidos de soberbia, lo examinaron.

—Yo también sé muchas cosas de vos, pero prefiero ajustarme a las que he vivido. Varios compañeros míos os recordarían si los gusanos no se hubieran comido sus entrañas hace años. Los sacos de dobres, los ríos de sangre, los carromatos incendiados… ¿Qué dirían vuestros superiores si supieran esas historias sobre asaltos y mercaderes acuchillados? Y lo que es peor: ¿qué diría el nuevo Procurador de la Liga de Comercio? ¿Creéis que seguiría destinando tantos fondos al ejército si se enterara?

Smethurst estrechó con fuerza su alabarda. Le vibraban los ojos y en la carne seca de los labios se le clavaban los dientes. La armadura no era suficiente para contenerle el ritmo de la respiración, la celeridad de las pulsaciones. Blazh continuó tras marcar una pausa para que sus palabras calaran hondo en el teniente.

—Os plantearé esto sin formalidades para que me entendáis mejor. —Carraspeó—. Si quieres que siga siendo yo el único que conozca esas historias, harás lo siguiente. Primero vas a dejar sobre la mesa una moneda de oro por cada uno de mis compañeros que asesinaste. Quizá sus vidas valieran mucho menos que eso, pero es un precio razonable para saldar la deuda. —Se inclinó un poco más y habló en un tono grave—. Después dejaré que os llevéis de mis muelles el olor a mierda que arrastráis y vuestra maldita mercancía; aunque, como pago por vuestra falta de respeto, me quedaré con algunos caballos: aquellos a los que no les corte la cabeza. ¿Qué te parece? ¡Uy, mis modales! —Volvió a aclararse la garganta—. ¿Qué opináis, teniente?

Ni siquiera los crujidos del astil disuadieron a Smethurst, dominado por la furia, de apretar todavía más la alabarda. Los escoltas de Blazh, que superaban en número por tres a uno a los soldados, deslizaron las espadas fuera de las vainas. Al escuchar el sonido de los aceros, Smethurst relajó el gesto poco a poco…

Los golpes de las alabardas se debilitaron hasta cesar al unísono. El teniente agarró una bolsita de piel que le colgaba del cinto y sacó un puñado de dobres de oro.

—Esto no va a quedar así —agregó cuando los dejó caer sobre la mesa.

Blazh los recogió.

—No sé si seré peor que las putas —suspiró—, pero me gusta cabalgar tanto como a ellas.

Sinopsis

“Son de ceniza los huesos

de la mano que alimenta a las hienas.

Son de ceniza tus huesos,

tierna y fría tu voz en la niebla”.

De la última dinastía solo queda el eco de sus tumbas; el tiempo en que la supervivencia se ganaba con acero ha sido olvidado. Desde hace siglos la nobleza vive postrada y los castillos no son más que meras estatuas. Yvreska sangra, se asfixia bajo el yugo de la Liga de Comercio.

En esta tierra de usureros, Zinnia desempeña labores secretas en una orden muy antigua, Blazh disfruta de sus privilegios como recaudador de impuestos y el anciano Yllan lucha por sobreponerse a las penurias de un mercader honrado. Aunque los tres experimentan las consecuencias de la desigualdad de un modo muy distinto, sus vidas gozan de relativa armonía; hasta que el pilar que las mantenía en equilibrio comienza a tambalearse.

Traición, sacrificio, mentiras, corrupción, bandidaje… Zinnia, Blazh e Yllan tomarán caminos distintos sin saber que no son dueños de sus decisiones. El viaje concluirá con su encuentro en el misterioso lugar del que hablan todas las leyendas: la Torre del Peregrino. Solo aquel cuya esencia resista la tentación oculta será libre para elegir entre enfrentarse a la Tiranía… o someterse a ella.

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