Una noche más, el ulular histérico de las sirenas traspasa nuestros cerebros y traspasa la noche negra de Madrid, tiñéndola de zarpazos de rojo y sangre.
Los bombarderos franquistas sobrevuelan el centro de Madrid, dejando caer sus negras dádivas, presagio de las negras décadas que están por venir, tanto en España como en Europa.
Salimos apresuradamente mi marido, Pedro Valcárcel y mi pequeña hija Engracia, camino del refugio del metro Gran Vía o Red de San Luis, la más cercana a nuestra casa de la Calle del Caballero de Gracia.
La gente se mueve inquieta por las calles y hay un poco de tumulto a la entrada de las escaleras del templete de Antonio Palacios, porque el ascensor no funciona y las escaleras tampoco son muy allá.
Engracia aprieta mi mano y con el otro brazo abraza a su osito blanco de algodón y ojos azules. Chiki, le llama, y es su amigo inseparable y la persona con la que habla.
Los abrigos de paño basto, las pañoletas republicanas y las boinas sudadas se aprietan contra nosotros, dificultando el descenso, entre el parpadeo de las mortecinas bombillas y el sollozar de los niños pequeños.
Nadie sabe lo que nos encontraremos cuando salgamos y si nuestras casas seguirán en pie. Ayer cayó el edificio de la Telefónica, porque esos aviones saben dónde tirar sus bombas.
Buscamos un sitio en el andén para sentarnos los tres juntos. Los lamentos, los rezos, las maldiciones, las proclamas republicanas; todo ello golpea nuestros oídos y encoje nuestros corazones.
Aprieto a mi niña Engracia contra mi pecho y siento su dolor, su inmenso dolor, que nos funde en un piélago denso y profundo.
Porque Engracia sabe. Mi niña Engracia sabe. Como sé yo, como supieron mi madre, mi abuela, mi bisabuela y todas las mujeres de mi familia, hasta donde llega nuestra memoria. Todas nacímos en Zugarramurdi, en la provincia de Navarra, pero ya comenzamos a nacer en sitios distintos, como mi pequeña Engracia, nacida en Madrid.
Y a veces creo que eso ha sido el motivo de todos estos males, porque todo esto ya lo barruntó mi madre cuando me dijo:
– Nire alaba Edurne maitea, ez utzi herria, oraindik ere oso txarra den zerbait etorriko delako eta hemendik, denok batera, honen aurka borrokatzeko aukera izan dezakegu.
Mi madre me avisó: – Edurne, dejar el pueblo nos haría perder fuerzas para combatir al maligno.
Porque las brujas no estamos encadenadas al maligno, al menos las brujas de Zugarramurdi. Nosotras siempre hemos invocado a las fuerzas benéficas de la Madre Naturaleza para alumbrar buenas cosechas, cuidar al ganado y proteger a nuestras familias. La leyenda de que las brujas organizamos akelarres satánicos ha sido un invento de las iglesias establecidas oficialmente en todos los países, porque se les podía acabar el negocio que todas ellas tienen montando con la buena fé de las gentes y la alianza milenaria con los poderosos.
Las brujas siempre hemos sido unas adoradoras de la Naturaleza, y en la época celta éramos consideradas como seres benéficos e intermediarias entre el ser humano y la Madre Naturaleza, nuestro único Dios. Nuestros hechizos y encantamientos no eran sino infusiones, brebajes y preparados de hierbas y productos curativos naturales, tanto del cuerpo como de la mente. Nuestros trances no eran sino producto de la belladona, mandrágora, estramonio, beleño, opio y muscaria; éxtasis que nos permitían abrir nuestros canales cerebrales para vislumbrar lo que el ser humano no sabe o no puede conocer. Nada que ver con bacanales u orgías carnestoléndicas, más fruto de las pecaminosas mentes eclesiásticas que de otra cosa.
Como estaba diciendo, Engracia sabe. Mi niña Engracia sabe, tanto como como mi querida abuela Hegoa, nire amona maitea Hegoa.
– Ama, ¿por qué están muriendo muchos judíos en Alemania, en esas naves inmensas donde son asfixiados?
– Mamá ¿por qué han tirado esas bombas con forma de hongos en Japón?
– Mamá ¿por qué se han estrellado en América dos aviones sobre dos torres iguales?
– Mamá, ¿por qué está todo el mundo en Madrid encerrados en sus casas, dicen que “confinados”, por una gripe que se entiende por todo el mundo?
Yo no tenía respuestas para las preguntas de Engracia, porque yo sabía, yo veía, pero no tanto como mi niña. Lo de mi niña se repite una vez cada cinco generaciones. O incluso, una vez con cada cambio de milenio. Y ella ha nacido en Madrid, por lo que el lugar de nacimiento no ha menguado sus dones. “El buey no es de donde nace, sino de donde pace”.
– Ez dakit, nire neska Grazia. No lo sé, mi niña Grazia.
Porque dentro de unos años, me obligarán a llamarme Nieves en lugar de Edurne y ya no podrá hablarle a mi niña Grazia en euskera (al menos, en público) y tendré que llamarla Engracia, en lugar de Grazia.
Y sufro por ella, porque sé que va a ver de todo. De todo lo que me gustaría que no viera.
Un niño llora a nuestro lado y su madre le recrimina:
– Calla niño, que si no va a venir el sacamantecas
Porque esa es otra. Por si no tuviéramos poco con la guerra, ahora aparece un monstruo que roba niños. La gente le llama el sacamantecas, porque dicen que hace jabón con las mantecas de los niños. ¡Dios mío, qué horror! ¡Cómo puede haber seres así!
Aprieto más a Engracia contra mi pecho y recuerdo las praderas verdes del Xareta, los protectores olmos de nuestros bosques, las cristalinas aguas del río Baztán, la humedad arquetípica que impregna el aire pirenaico y que nos infunde sabiduría y poder.
– Mira mamá, ¡es él!
– ¡Que dices mi niña! ¡Qué dices!
Engracia señala a un hombre de mediana estatura, de mediana edad, de mediana apariencia, de mediano todo, que se apoya de pie a la entrada de la boca del túnel del metro.
– ¡Es él, ama, es él!
– Pero ¿qué me dices, nire neska Grazia?
– ¡Es él, mamá, es él! ¡El sacamantecas!
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