No he dormido bien.
Y cuando yo no duermo bien, algo va mal o está a punto de ir mal.
A través de los visillos puedo ver el cielo plomizo de Madrid y puedo barruntar pájaros de mal agüero, dibujando con sus alas epitafios mortuorios y esquelas en tinta negra.
Salgo a mi calle, Caballero de Gracia y, una vez más, me dirijo caminando a ese barrio tan querido y tan maldito de Malasaña. Lo mejor y lo peor de mi vida ha transcurrido a la sombra de esa zona de Madrid que pareciera haber sido edificado para fundirse en mis vivencias.
Es temprano, porque así lo ha querido mi solicitante, y apenas hay nadie más en la calle que los barrenderos y algún repartidor que acelera sus quehaceres.
He dudado en subir por la Calle Fuencarral, llena de zapaterías, que siempre me entretienen con su exhibición de calzados y bolsos, y no porque a mí me interesen demasiado, sino porque su contemplación alivia mi espíritu preocupado.
Los zapatos, expuestos primorosamente en los escaparates, me infunden tranquilidad, en su quietud andarina, como si sus pasos se hubieran detenido calladamente, ante un ensimismamiento, más propio de la clausura que del mundanal ruido.
Finalmente, opto por subir por la Calle Valverde y atravesar las Calles de la Puebla y del Pez, para llegar a la Calle de las Pozas, donde habita mi solicitante. De un bar surge la machacona música del “La la la” de Massiel, que este año ha ganado en Eurovisión, y que se ha convertido en un algo que llega a ser obsesivo. No soy yo muy de música pop, sino más bien de Bach y Chopin, por lo que los ritmos armónicos de estas cancioncillas se me hacen insulsos y banales. Pero vamos que lo mismo me pasaba con Conchita Piquer o el resto de copleras, aunque debo de reconocer que tenían más enjundia que la música actual.
No puedo resistirme a acercarme a echar un vistazo al edificio del Conservatorio de Música, en el Palacio Bauer de la Calle San Bernardo, donde yo estudié solfeo y piano, época de la que tengo unos bonitos y apacibles recuerdos, ligados a mi adolescencia.
Parece como si algo dentro de mí me empujara a retrasarme en mi visita a la Calle de las Pozas.
Subo un tramo de escaleras de madera, reluciente, a la par que peligrosa, por la cera con la que se enlucían todas las escaleras de madera de Madrid.
– “Buenos días, soy Engracia Valcárcel”
– “Buenos días doña Engracia, soy Inmaculada Fuster. Ya hemos hablado por teléfono. Pase usted, doña Engracia”
Una bofetada de maldad, como un aullido animal, se abalanza sobre mí, haciéndome perder la conciencia durante unos segundos.
El olor a viejo, a podredumbre, a muerte, impregna el entarimado de madera que cruje bajo nuestros pasos.
En el amplio salón, sentada en un sillón de mimbre, está Isabel Vasiliev Fuster.
La muchacha pierde sus ojos a través de los cristales del balcón, sin mirar a ninguna parte, porque sus ojos apenas miran a nada y a nadie. Su tez es pálida, casi transparente, mientras
que su ondulada cabellera rubia duerme sobre sus hombros. En su vestido blanco de lino, más parece una señorita victoriana que una chica de 1968.
– “Ya ve usted, doña Engracia, como tenemos a la niña. Apenas toma un poquito de caldo de pollo. Se nos consume día tras a día.
– “¿Y su marido?”
– “Alexis duerme todo el día, porque sus intensas migrañas le mantienen encerrado en su habitación. Esta prejubilado y bien merecido que lo tiene. Es ingeniero industrial y, gracias a su dominio del idioma ruso, por ser mi suegro ruso, aunque mi suegra fuera española, ha podido viajar a todos los países del telón de acero, cuando casi ningún español tiene acceso a esos países. A veces he tenido miedo de que no volviera de sus viajes, porque ya sabe lo que son esos comunistas que te cogen y no te sueltan. Lo cierto es que el pobre lleva unos años tan mal como mi Isabel”
Me llamó la atención un impecable piano de cola Steinway and Sons.
– “¿Toca Isabel el piano?”
– “Un poco, pero realmente la que lo toco soy yo. He sido profesora del Conservatorio y por eso buscamos esta casa a espaldas de su edificio. También estoy prejubilada, porque tengo que atender tanto a Alexis como a Isabel. Tocar el piano es lo único que me entretiene y me hace olvidar mis sufrimientos. Especialmente “El clavecín bien temperado” y los valses de Chopin”
– “¡Qué curioso!, yo también he estudiado piano y también toco esas partituras, aunque con toda seguridad peor que usted.
– “¡Cuánto bien nos hace la música, doña Engracia!”
– “Permítame que me acerque a Isabel, para verla más detenidamente”
La muchacha es más transparente si cabe según te acercas a ella. Parece como si se fuera a desvanecer en cualquier momento.
Apoyo mi mano en su frente y la noto helada. Tomo su mano y no encuentro el pulso.
Intento encontrarlo en su cuello y abro ligeramente el vestido de Isabel.
El pánico traspasa mi cerebro y se clava como una daga en mi alma: dos señales inequívocas de mordedura se dibujan en una areola cárdena sobre su piel.
OPINIONES Y COMENTARIOS