Existe una casa en medio de un bosque, en un planeta que es el centro de un universo que crece infinitamente, pero que muere un poco con cada centímetro luz de su expansión. En esa casa vive Leopoldo, un hombre azul.
En algún momento de su vida, acorralado por su propia mente, no tuvo más remedio que huir de todo.
Sería fácil creer que allí, en ese recóndito páramo escogido para el exilio, fue donde su piel adquirió aquel pálido color primario. Pero no es así. Leopoldo siempre fue azul.
Nació en el centro de otro universo, uno muy luminoso. Su piel en ese entonces era de un azul esmeralda que deslumbraba a todos, pero lentamente y por motivos relacionados con la catástrofe de vivir, el desamor y la falta de luz solar, Leopoldo fue cambiando los tonos de azul.
En la adolescencia mutó hacia un azul “Blues”. Sus ojos eran tristes acordes de viejas guitarras en el viento. Las palabras salían de su boca como pájaros azules que roban su canto a hechiceros y vagabundos. Había en su constitución algo de la consabida impostura de la juventud, no obstante todo en él presagiaba su destino.
Ya en los primeros años como adulto su piel se oscureció, dando lugar a un azul muy intenso, de sabor metálico, de aroma y tacto a invierno en nevadas cordilleras de tierras lejanas.
Impenetrable, intransigente… azul. Así era su carácter, así su dolor.
No le fue difícil mantener la intensidad pétrea de aquel tono, incluso podía llevarlo al extremo más denso de la escala cromática, justo unas moléculas de melanina antes de que su dermis se volviera completamen- te negra.
Leopoldo estaba enredado en su propia trampa. El color azul oscuro de su piel había aparecido en un principio como el resultado de la oxidación del alma al entrar en contacto con el éter que brota de los seres de este mundo, quienes uno por uno fueron haciendo su aporte para impedir que Leopoldo fuera capaz de mudar su piel a cualquier otro color. Luego, con el tiempo y la práctica, la habilidad de oscurecer el azul de su epidermis a su antojo fue usado por Leopoldo como un modo de defensa contra cualquier evento sospechoso de emitir colores que contradijeran su añil resplandor. Esto último fue lo que determinó el fatal destino de soledad y tristeza de Leopoldo.
Finalmente, abrumado por la batalla sin tregua entre su corazón, que pugnaba por ser rojo, o verde, o multicolor, y su mente monocromática, Leopoldo el azul abandonó este universo y se ocultó allí, a lo lejos, en un cosmos mudo.
Pasaron eones de silencio, de apetitos no saciados, de monotonía asfixiante. Hasta que una mañana, mientras desayunaba, la novedad se hizo visible.
Era una posibilidad latente desde siempre. Su piel mostraba un incipiente color verduzco. Estaba claro que átomos amarillos se habían acumula- do lentamente en su piel para dar paso a la química más elemental y formar el color verde.
Leopoldo que ya no podía volver universos atrás para hacer gala de su nuevo color, derramó una lágrima lenta y se lamentó por todo.
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