El vehículo se encuentra estacionado debajo del ardiente sol del mediodía, al costado de la ruta que une Salta con Buenos Aires, el calor es abrasador, el paisaje desértico.
Las manos de César se aferran al volante del Toyota, temblorosas, sucias de tierra y sangre. Todo en César está sucio, sus manos, su cara, la camisa, los pantalones, los zapatos y su futuro, sucio por el resto de su vida.
No puede creer nada de lo ocurrido. Todo le resulta irreal, desquiciado, aterrador. Jamás en su vida se había sentido tan extenuado, tan agobiado, le duelen los dedos, mira las palmas de sus manos renegridas, las uñas rotas. Le cuesta pensar con claridad.
Está empapado en sudor, casi delirando de calor. Sacude la cabeza para volver en sí, examina la butaca del acompañante y alcanza a ver el bolso de mano con el logo de la compañía de seguros para la que trabaja, lo toma por una de las manijas y lo apoya sobre sus faldas, descorre el cierre del bolso y revuelve en su interior hasta encontrar una botella de agua mineral “Cascada Azul” a la que apenas le quedan unos centímetros de líquido, bebe con desesperación y se queda inmóvil, sin reacción.
No hay vuelta atrás, acaba de enterrar el cuerpo sin vida del hombre al que atropelló y mató por accidente. Maldice su suerte, insulta y golpea con el puño cerrado una y otra vez el techo del auto.
Desde el principio no quería viajar. Hacer sociales con los clientes nunca fue su fuerte, no le gusta, pero el hospedaje y todos los gastos estaban a cargo de la compañía, además decirle que no a Bernáldez, el gerente de área, era descortés, ya que de alguna manera el viaje significaba una suerte de premio por su desempeño como “analista de riesgos” durante el último semestre.
Bernáldez le había dicho -“Agarras la máquina nueva que te compraste, salis a la ruta y la pisas a fondo. Allá te tomas unos vinos y si en la reunión conoces una salteñita que te guste le entras también, haceme caso.”- Cesar detesta a Bernaldez y más aún detesta que éste crea que a él le hacen gracia sus comentarios, siente asco cada vez que lo escucha hablar, no puede evitarlo. Fue Andrea, su esposa, la que lo convenció -“Anda César, aprovecha y disfruta un poco por una vez en la vida, te lo mereces, te va a hacer bien, son unos días, yo me arreglo con los chicos acá y cualquier cosa le pido una mano a tu mamá ¿además, qué mejor oportunidad para conocer Salta?, conmigo no vas a ir nunca, sabes que lo mío es la playa.”- Vuelve a insultar, a maldecir su suerte. Lo invade la desesperación otra vez, la misma que sintió hace unas horas… la cárcel, perderlo todo, perderla a Andrea, perder a los chicos… imposible, antes muerto. Se tranquiliza, se dice a sí mismo que fue un accidente y que resolvió la situación de la mejor manera posible. No está seguro.
Le había tomado más de una hora decidir cómo solucionar la situación.
Como “analista de riesgos en el área de seguros” César es implacable, pulcro, ordenado, nada se le escapa. Su estilo es más bien conservador, cuando algo no está en su lugar se inquieta y no duda en rechazar algún negocio ante la mínima sospecha respecto de la fiabilidad del cliente o la potencial “siniestralidad” del bien asegurado. Con las mismas herramientas que usa para enfrentar día a día los avatares de su trabajo enfrentó la situación en la que se hallaba envuelto. Hizo una lista mental de todas las posibilidades.
1) No tocar nada en la escena del accidente, llamar a la policía local y denunciar el siniestro.
2) Abandonar el cadáver y huir. Dado lo inhóspito de la escena del siniestro, la probabilidad de que existiera algún testigo era prácticamente nula.
3) Aprovechar lo que “natura provee”. Está parado en medio de la nada, en una zona desértica, bien podría cargar el cuerpo en el baúl del auto, conducir campo adentro y a una distancia prudencial enterrar el cadáver.
No veía otras alternativas, cada una de ellas tenía sus ventajas y desventajas, las analizó detenidamente.
Involucrar a la policía era imposible, como hombre de seguros sabe perfectamente todo lo que ocurriría después, detención preventiva, juicio, condena, cárcel. Con un buen abogado proporcionado por la compañía podría minimizar la condena, pero así y todo no sería capaz de sobrevivir siquiera un día en prisión. Se le heló la sangre de solo imaginar la convivencia con los reclusos y la consabida violencia del ámbito carcelario. Ademas están Andrea y los chicos, los ama con desesperacion, apenas tres dias de viaje sin su famila significaron una tortura. Los extraña, los necesita, se preocupa, son su vida. no podría vivir sin ellos. No. llamar a la policía definitivamente no. Tenía que resolver la situación de un modo “no” legal. César no sabe romper las reglas, se siente aturdido cada vez que infringe una norma, la educación cristiana recibida durante la infancia, de la cual reniega cada vez que puede, hizo su trabajo bien en lo profundo del super-yó diría su psicoanalista. En pocas palabras César vive cada acto no legal, por mínimo que sea, con una culpa asfixiante. Pero en ese momento no habían más alternativas, entre huir dejando al pobre tipo tirado y huir pero antes enterrar el cuerpo, elige lo último. Además, y ya con la cabeza en modo analista de riesgos, si iba a desentenderse de todo era mejor hacerlo bien, enterrando el cuerpo de un modo físico y por qué no metafórico.
Venía dentro de los límites de velocidad permitida en el momento del accidente 110 Kmh. Todo ocurrió en un instante, el hombre salió de la nada, Cesar alcanzó a reaccionar. Piso los frenos a fondo y dobló en el sentido contrario del cruce del peatón, no fue suficiente. Lo golpeó de lleno con la parte izquierda del frente del vehículo, pudo ver el cuerpo doblarse y volar por el aire. Luego de unos instantes de confusión e incredulidad bajó del auto y se acercó para socorrer al pobre hombre, al observar el espectáculo de vísceras expuestas y huesos rotos supo que estaba muerto.
Ahora tocaba recoger ese cuerpo al que ya no reconocía como una persona, cargarlo en el baúl del auto y llevarlo campo adentro para enterrarlo. Levantar ese bulto tibio de carne, sangre y vísceras fue la experiencia más irreal y asqueante a la que jamás creyó verse expuesto. Condujo unos quinientos metros adentrándose en el campo. El terreno era más bien árido, sin vegetación, solo algunos cactus en la lejanía y algunas pocas plantas propias de la zona aquí y allá. Daba lo mismo donde hacer el pozo. Abrió el baúl, extrajo el cadáver, el criquet y la caja de herramientas. El calor iba en aumento, estimó que harían al menos 38 grados, eran apenas las diez de la mañana. Cavo un pozo como pudo, con lo que tenía a mano, la palanca del criquet, pinzas, martillo, tenazas. El suelo era duro y seco, lleno de rocas, demoró un par de horas en alcanzar una buena profundidad. Al terminar de cavar se puso de rodillas frente a al hoyo y comenzó a llorar desconsolado. Las lágrimas fueron formando un lodo grumoso en sus mejillas sucias de sudor, tierra y sangre. Pensaba en Andrea, en cuanto la amaba a pesar de tantos años juntos, en sus amigos, sus padres y sobre todo en Martin y Javier, sus hijos.
No quería mirar a ese hombre, ni saber quien era. Lo insultó, le gritó a ese cuerpo sin vida hasta quedar afónico -“¡Porque boludo! porque! ¡Quién mierda te manda a caminar al costado de la ruta, así, solo, a esta hora! hijo de puta!, ¡te moriste y me cagaste la vida a mi! ¡sos un boludo! estás muerto! ¡yo no quise, no quise, te juro que no quise! no te ví boludo, no te ví”- ya casi sin voz agregó -“perdoname”.
Enterrarlo así como estaba era un descuido grave. Tenía que desnudarlo, eliminar la ropa y cualquier identificación que pudiera tener en sus bolsillos o cartera. Así lo hizo, le quitó toda las prendas en una maniobra angustiante y antes de guardarlas en el baúl hurgo en los bolsillos del pantalón, allí encontró una vieja billetera con un documento de identidad en una de las solapas. “Juan Farias”. Ese era su nombre. César supo en ese instante que aquel nombre lo perseguiría hasta el último de sus días. Miró la foto en el documento y luego el rostro del cadáver que, a pesar de tener un fuerte hematoma en el pómulo derecho conservaba los mismos rasgos. Juan Farias parecía ser un hombre de unos cuarenta y cinco años aproximadamente, de tez trigueña y la piel muy ajada por el sol. Por el estilo y el estado de ropa que acababa de quitarle, César dio por sentado que se trataba de alguien de la zona.
Con lo último de sus fuerzas empujó el cadáver en la fosa y lo cubrió de tierra, intentó disimular la superficie abultada del suelo lo mejor que pudo, cargó las herramientas en el baúl y volvió a la ruta donde se detuvo.
Aturdido, examina la butaca del acompañante y alcanza a ver el bolso de mano con el logo de la compañía de seguros para la que trabaja, lo toma por una de las manijas y lo apoya sobre sus faldas, descorre el cierre del bolso y revuelve en su interior hasta encontrar una botella de agua mineral “Cascada Azul” a la que apenas le quedan unos centímetros de líquido, bebe con desesperación y se queda inmóvil, sin reacción.
Allí continúa hasta ahora, con las manos aferradas al volante del Toyota, sucio, extenuado, paralizado por la culpa y las dudas, no puede estar seguro de nada, no puede irse.
Mario Polverigiani.
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