El naufragio

La violenta explosión sacudió el barco de proa a popa, iluminando de una luz aterradora el amanecer. En apenas unos minutos el pánico reinó entre el pasaje, que buscaba que alguien informase de lo que estaba sucediendo. Todavía bajo los efectos del shock que me había producido el estruendo y la fuerte sacudida, quise dirigirme hacia el puente de mando para buscar información. No hizo falta. Por la megafonía, una voz estridente y afectada, estaba pidiendo a los pasajeros que se dirigiesen con el debido orden a la cubierta principal, provistos de sus chalecos salvavidas. Cuando llegué, momentos después, oficiales de la tripulación estaban dando instrucciones para abandonar el barco. Al parecer —pude sonsacarle no sin dificultad al sobrecargo—, uno de los motores del buque había explotado por una fuga en el combustible, produciendo una enorme vía de agua de imposible reparación. Nos hundíamos a toda prisa.

En poco más de una hora la tripulación llenó y arrió los botes salvavidas, con una celeridad que parecía indicar que ya se habían visto en situaciones semejantes en otras ocasiones. O que quizá habían aprovechado muy bien las enseñanzas impartidas en los simulacros hechos en tierra. La gente había respondido rápidamente a la llamada, aunque como suele suceder en estos casos, el instinto de supervivencia y el nerviosismo por querer llegar el primero, suelen jugar malas pasadas. Atropellos, peleas y discusiones, bien solventadas y cortadas de cuajo por la tripulación. Una vez en el agua los botes, gobernados por la experta marinería, se alejaron rápidamente del buque ante la inminencia del hundimiento. Yo, por causas que todavía hoy no logro explicar y pese a mi hidrofobia, embarqué solo en un bote, sin ninguna compañía. Tal vez, y como si del capitán se tratase, por ser prácticamente el último en abandonar el barco y porque los pasajeros ya estaban todos acomodados en las demás embarcaciones. Dos horas después de la explosión, la proa del barco desapareció lentamente entre las negras aguas del Océano Pacífico, camino de las profundidades, para no surgir nunca más.

No podía pensar con claridad. Las copas que había estado bebiendo durante la noche tal vez influyesen en hacerme ver otra realidad. Desde luego, no lo parecía. Una mole de acero, que ocupaba una superficie superior a dos campos de fútbol, y con una altura de un edificio de seis pisos, se había evaporado como por arte de magia. Como si un prestidigitador lo hubiese metido en su chistera a golpe de bastón mágico y lo hiciese desaparecer. El mar lo había engullido sin dejar rastro, como si nunca hubiese estado allí. Empezaba a preguntarme si el haber emprendido de nuevo este viaje había sido una buena idea.

Durante dos días, y con buen criterio, permanecimos unidos por medio de cabos para evitar así la dispersión o pérdida de algún bote. El agua y la comida, por el momento, no entraban dentro de nuestras preocupaciones, puesto que las lanchas habían sido provistas de todo lo necesario para la supervivencia de la gente para la que habían sido despachadas. Aún así, el capitán, conociendo la amplia zona donde tendrían que buscarnos, ordenó su racionamiento. No sabíamos el tiempo que duraría nuestra travesía, ni a dónde nos conduciría nuestra apurada situación. Poco antes de hundirse el barco, habíamos establecido contacto con un buque que navegaba por las inmediaciones. El navío anotó nuestra posición y calculó que llegaría hasta nosotros en unas cinco horas. En principio, no pintaba mal el asunto, aunque en el mar, en ese período de tiempo, pueden cambiar mucho las cosas.

Los dos primeros días pasaron sin que avistásemos el barco que venía en nuestro auxilio. Había mucho nerviosismo entre la gente, porque imaginábamos que las corrientes podrían habernos apartado lo suficiente de nuestra ruta, como para no contactar con él. Amanecía el tercer día cuando nos sorprendió una violenta tormenta. El cielo, inmensamente claro hasta ese momento, empezó a oscurecerse por la línea del horizonte. Unas nubes negras se acercaron rápidamente y, al poco, empezó a llover de forma insistente. El viento roló y la suave brisa de poniente se tornó en una fuerte marejada, que hizo que por precaución y por mi hidrofobia, me protegiese en el fondo de la embarcación. La fuerza de la tormenta obligó al capitán, ante el peligro de un nuevo naufragio, a tomar la decisión de liberar los botes de las cuerdas que los unían. Vi cómo, poco a poco, me fui alejando de los demás sin poder hacer nada por evitarlo y cómo las olas, con su acompasado y rítmico vaivén, subían los botes hasta sus crestas y los bajaban hasta hacerlos desaparecer. El estómago me dio un vuelco y comencé a vomitar. En unos minutos perdí contacto visual con los demás y el mundo se me vino encima. La tormenta nos castigó durante casi cuatro horas y cuando se alejó, una tremenda calma dominó en todo el océano. Desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Como un mal sueño. No supe nada de los demás pasajeros pero, dada la fuerza con la que nos había castigado, sospechaba que algunos no la habrían superado.

Intenté pensar con claridad y me esforcé por establecer mi posición con la mayor precisión posible. No lo hacía porque me fuese la vida en ello, puesto que mi salvación no dependía de mi mayor o menor exactitud a la hora de saber dónde me encontraba, pero sí necesitaba toda mi lucidez para tener la sensación de estar controlando la situación. En el momento de la explosión navegábamos por el pacífico occidental, en una demarcación que de seguro había anotado el barco que acudía en nuestra ayuda. Sin embargo, los tres días que llevábamos a la deriva, sumados a los fuertes vientos y corrientes que reinaban por estos lugares, nos habrían alejado, con toda seguridad, de la zona del naufragio. Me encontraba en algún lugar al norte de las Islas Salomón; al este de las Marianas y al oeste de Hawai. Podía estar en cualquier punto de un área de unos 20.000 kilómetros cuadrados. Y del barco que había acudido en nuestro rescate no se sabía nada. Esperaba que alguno de los botes hubiese tenido más suerte. La negra perspectiva hizo que me viniese abajo y que me pusiese a llorar desconsoladamente. El cansancio me hizo entrar en un estado de somnolencia que me transportó a un mundo lleno de imágenes borrosas. En mi sueño estaban Ana y Nina, y los tres juntos corríamos a través de un inmenso campo de amapolas. El rojo de las flores contrastaba con el verde de la hierba, matizados, aquí y allá, por montoncitos de semillas de los chopos, que salpicaban todo con su manto algodonoso. Me vino a la cabeza el famoso cuadro de Monet y esa fue la imagen que quedó anclada en mi retina.

Volví a la cruda realidad poco antes de que anocheciera. La tarde llegaba a su fin y el sol se estaba ocultando en el horizonte. Había estado adormecido durante casi todo el día y tenía hambre y sed. Estimé que ya era tiempo de tomar una nueva ración. Abrí el tambucho estanco del bote y una vez que hube apartado las bengalas, las señales fumíferas y demás elementos de supervivencia que tenía más a mano, accedí a la comida y al agua. Mientras engullía un par de barritas energéticas, tomé un par de sorbos generosos de agua. Había que empezar con el racionamiento, pero la exposición al sol durante toda la jornada había incrementado mis necesidades. Una vez satisfecho, pude contemplar una de las puestas de sol más hermosas que haya visto jamás. De no ser por la situación en la que me encontraba, hubiese disfrutado mucho con la imagen, pero mi cabeza, ocupada con otros pensamientos, no estaba para pararse a observar la hermosura. No sé el tiempo que transcurrió, pero estuve como hipnotizado y con la mirada perdida hasta que la temperatura bajó bruscamente y el frío me devolvió a la realidad. Volví al tambucho y encontré una manta, que afortunadamente no se había mojado con el agua caída de la tormenta. Me cubrí con ella y me senté a proa, al abrigo de la fresca brisa que se había levantado hacia barlovento y por estribor. Debieron pasar horas, que a mí me parecieron días. La calma era total y el silencio absoluto, roto tan solo por el chapoteo de algún pez volador, que de vez en cuando salía a la superficie para dar un salto, yendo caer varios metros por delante. La calma reinante y la hermosura del momento hizo que mi mente me llevase a mi Madrid natal. Imaginé lo reconfortante que sería estar ahora en la chocolatería San Ginés, delante de un chocolate bien caliente, saboreando sus crujientes y deliciosos churros, mientras me entretenía viendo bajar las gotas de lluvia a través de sus cristales. Me encogí dentro de la manta y está vez sí, me quedé dormido.

No desperté hasta bien entrado el amanecer. La calma del océano me había hecho dormir toda la noche, aunque no sin sobresaltos. Me estremecí al pensar en el sueño que había tenido y que por momentos me pareció tan real: Un animal de proporciones gigantescas —un pulpo o un calamar— me acechaba para devorarme. Estaba fijo a la obra viva del bote con varios de sus brazos, mientras otros buscaban mi cuerpo por encima de la borda. Como estaba echado con la cabeza apoyada en el fondo, notaba cómo mordía la fibra con su afilado pico, produciendo un ruido ensordecedor. No dudaba que en cualquier momento la embarcación iba a saltar por los aires hecha añicos, o que los viscosos tentáculos de la bestia me iban a atrapar. Su ojo, del tamaño de un plato, me miraba fijamente con su pupila fría, desprovista de toda emoción, atrapándome en su inmensa negrura. En el momento en que la bestia de mis sueños iba a capturarme con sus viscosas ventosas, volví en mí y rápidamente alejé esos oscuros pensamientos de mi cabeza. A pesar del frescor de la mañana, estaba empapado en sudor.

Transcurrieron dos días más sin que hubiese ninguna novedad. El mar seguía en calma, sin que corriese la más ligera brisa y el sol se mostraba inmisericorde. En las horas centrales del día se hacía insufrible y tenía que protegerme con la manta, so pena de abrasarme. El calor era asfixiante. De vez en cuando me asomaba por la borda del bote a coger agua para refrescarme, pero en unos minutos, el sudor aparecía de nuevo con más presencia. Esto era particularmente preocupante, pues me hacía perder un agua muy valiosa y necesitaba beber con más frecuencia. Pero prefería pasar un poco de sed que ser quemado implacablemente por el sol. Esa noche tuve ocasión de contemplar un espectáculo asombroso. Al anochecer, millones de calamares se acercaron a la superficie con la intención de reproducirse. Sus cuerpos alargados iban y venían desprendiendo una tenue luz fosforescente digna de un cuento de hadas. Cuando pasé por encima de lo que parecía un enorme manto iluminado, me dio la sensación de estar contemplando una gran ciudad desde las alturas.

Los víveres estaban prácticamente agotados y el agua, a pesar de beber tan sólo lo imprescindible, también. Calculé que me quedaría agua para un par de días, si no hacía excesos y si el calor de las horas centrales del día no me obligaba a beber más de lo deseable. Me pregunté por qué razón una embarcación despachada para unas veinte personas, tan solo tenía víveres para una. No llegué a una conclusión lógica, pero el hecho de que todos los pasajeros estuviesen acomodados cuando yo embarqué y que ya no se necesitasen más botes, puede que haya tenido algo que ver. Recé por que el tiempo diera un vuelco y que una borrasca me diese un respiro, aún a pesar del peligro que eso suponía. No sé si fue debido a mis plegarias o si fue casualidad, pero al atardecer unas nubes bastante negras aparecieron de nuevo por el horizonte.

La tormenta no me cogió desprevenido. A medida que me introducía en ella, las nubes se hacían más densas, el viento más fuerte y la lluvia más intensa. Puse en el fondo de la embarcación unos recipientes vacíos procedentes de los víveres. Con unos plásticos logré confeccionar una especie de embudo que embocaba en los cuencos, cuya finalidad era captar la mayor cantidad de agua posible. Esto lo hacía no porque fuese útil a mis propósitos, puesto que el mismo fondo del bote hacía ya de depósito, sino porque me ayudaba a pasar un tiempo entretenido, matando de alguna manera la gran cantidad de horas sin hacer nada que llevaba ya a mis espaldas. La lluvia era ahora muy fuerte y aproveché para aliviar la tremenda sed que mi exigua ración diaria no saciaba. El viento iba en aumento y las olas que se formaban empezaban a ser preocupantes. Me puse el chaleco salvavidas preparándome para lo peor.

El viento se estabilizó y todo quedó en una fuerte borrasca, aunque pasada por mucha agua. Desde que empezó a soplar con cierta intensidad, me acurruqué en el fondo del bote para evitar sorpresas. Pasé un cabo por la cintura y lo até a una de las bancadas para evitar que un desafortunado golpe de mar me separase de la embarcación, con lo que estaría irremediablemente perdido. Por suerte, nada de eso ocurrió. La borrasca se fue como la anterior, como había venido, sin previo aviso y sin ruido. Todavía eran evidentes sus efectos cuando oí un sonido que resultó familiar a mis oídos. En un principio creí que se debía a un crujido de los elementos del bote, pero se volvió a repetir. Esta vez fijé más mi atención. Alcé la vista hacia el cielo y el corazón me dio un vuelco. Vi como un cormorán dibujaba su silueta a prudencial altura, contrastando su oscuro plumaje con el gris plomizo de las nubes de la tormenta, que ya se alejaban. No podía significar otra cosa que, en algún lugar próximo a donde me encontraba, había tierra firme.

Algo parecido a una nube blanca apareció a lo lejos, como surgida de la nada. Al principio como un puntito minúsculo en la superficie del mar, pero a medida que me fui acercando, una gran masa gaseosa fue tomando forma. Evidentemente, no se trataba de una nube. Parecía más bien un compacto banco de niebla, pero ¿Qué hacía un banco de niebla anclado en medio del océano? No había nada más en millas a la redonda, por lo que supuse que el ave tenía que haber venido necesariamente de allí. Tardé algo así como una hora en acercarme a él, y al llegar a su contorno, la embarcación fue atraída como por un imán hacia su centro. En nada me vi inmerso en las entrañas de la niebla más espesa que haya visto jamás. La temperatura cayo en picado y tuve que hacer uso de la manta para cubrirme. Fueron tan solo unos minutos porque, tal y como había aparecido, así se marchó. Bueno, no es exacto decir que la niebla se había ido, porque seguía ahí. Se trataba de un cinturón que ocultaba lo que ahora distinguía a lo lejos: Una isla, y de aceptables proporciones. No podía ser de otra forma, puesto que por estas latitudes, la tierra firme se limita a grupos de archipiélagos separados por grandes distancias oceánicas. Estaba llegando a una de las aproximadamente mil islas que se conocen en la zona. Tal vez más. Notaba que la corriente y las olas —todavía considerables— me arrastraban directamente hacia ella. En poco más de media hora, si el viento no cambiaba, llegaría a su costa. El tiempo que me llevó recorrer la distancia hasta tierra, lo pasé presa de un nerviosismo y de una ansiedad terribles. Recé para que el viento siguiera soplando en la dirección y con la intensidad que lo había estado haciendo hasta ahora, aunque sabía que una vez en las inmediaciones, sería peligroso acercarse, salvo que arribase a una playa. Ahora me encontraba a menos de una milla y distinguía claramente la costa escarpada. No veía ninguna playa ni zona por donde intentar la arribada, lo que empezó a preocuparme, pues podía ver con toda claridad cómo las olas rompían contra las afiladas rocas, levantando nubes de espuma que teñían de blanco los abruptos acantilados.

Sinopsis

Un hombre pierde a su esposa cuando esta da a luz. Desde ese momento su vida deja de tener sentido y se refugia en el alcohol. Su hija, conforme va creciendo, se ve incapaz de sacarlo del infierno que está pasando y lo abandona. En un acto de rebeldía, el hombre se propondrá reconducir su vida y recuperar a su hija. Para ello emprenderá un viaje al lugar donde pasó la lluna de miel con su mujer. Un giro inesperado de los acontecimientos hará que, no solo dé sentido a su existencia, sino que le ayudará a resolver el enigma que se le había planteado en su juventud.

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