Y llega el día en que te das cuenta que las frases hechas que habías aprendido ya no sirven ni siquiera de respuestas genéricas, que aquellas excusas que tan cuidadosamente habías inventado ya no las cree nadie, que las corazas que te protegían de un ataque nuclear ahora son tan frágiles que solo sirven para molestar. Y entonces estás desnudo y expuesto en medio del camino, con los rayos del sol sobre la piel recordándote que estás vivo, que sos humano, que tenés hermanos.

Y alguno te convida una palabra que suena a nueva: “Misericordia”, y algún otro te viste con algo delicado llamado “compasión”. Y descubrís que diste todo porque Alguien dio todo por vos, y que fue necesario vaciarse, caer, lastimarse para descubrir que, en verdad, no sos Dios. Sos solo un niño jugando a ser mayor, y perdiste una partida y despertaste. Y si… ya eras mayor. Y miraste tus manos y ya no son tan firmes, tiemblan ante el misterio de la vida de los demás, y esa voz que en otro tiempo sonaba a certeza asentada, hoy más bien tiene la calidez y el tono de un mate recién cebado en el invierno, y ya no corre, asumió las pausas de la escucha y la profundidad de un viento norte que arrastra tonadas de esperanza.

Y seguís así, desnudo, con el alma disponible a los hermanos, pero ya no es una sorpresa, es una opción, porque elegís vivir al descubierto, con los brazos abiertos y las heridas al viento.

Y entonces la Cruz brilla e ilumina, y alumbra la certeza de que el camino va por ahí. Abandonar las seguridades, soltar las certezas que no sean Dios, desplegar las velas al viento del Espíritu y dejarse llevar. Y allí el suspiro se vuelve canto de liberación y los ojos recuperan el brillo de la niñez y nos ponemos otra vez en el camino, como Dios nos trajo. Como Dios nos manda.

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