Dante solo dejaba de mirar la entrada de la atestada cafetería para repasar machaconamente los dobleces que hacía, una y otra vez, en el trozo de papel satinado que tenía apoyado en la mesa, junto al café con leche, como queriendo reducir a su mínima expresión el plano que había pedido en la entrada del museo. Cuando vio aparecer por la puerta el sombrero con la cinta roja supo que el desconocido con el que se citó había llegado. Levantó una mano para llamar su atención. El otro asintió levemente al verlo y comenzó a andar hacia su sitio. Dante le observó mientras se acercaba, esquivando mesas con desenvoltura. Por las canas y las arrugas debía superar los sesenta, aunque vestía un traje muy moderno, culminado con el ridículo sombrero.

—El señor Vicens, supongo —dijo el recién llegado adelantando el brazo para estrecharle la mano, mientras con el otro apartaba a un lado la silla vacía.

—Sí, supone bien, y ya le digo que no he venido a hacer amigos, señor Cruz —contestó Dante sin hacer el más mínimo movimiento para corresponder su saludo.

—Bien, usted me ha convocado, usted pone las reglas. ¿Puedo sentarme al menos? —preguntó con una sonrisa divertida mientras señalaba la silla.

—Sí, siéntese y acabemos cuanto antes —Hizo una pausa mientras el otro tomaba asiento—. Como ya les adelanté, conozco las ubicaciones exactas de las cinco máquinas que utilizamos para destapar sus libros falsos —añadió mientras repasaba con fuerza los ya resentidos dobleces del plano. No le gustaba la sonrisita relajada del tipejo al que habían mandado—. Solo necesito que cumplan su parte del trato.

—Supongo que las máquinas esas de las que habla serán IA de última generación ¿verdad? —dijo mientras levantaba un brazo para tratar de llamar la atención de un camarero que hacía quiebros entre las mesas—. Le hemos dado muchas vueltas y no se nos ocurre de qué otra forma pueden ustedes saber qué libros han escrito nuestros ciberautores, y además…

—¡Ciberautores, dice! —exclamó, haciendo que dos chicas que charlaban en la mesa más cercana le mirasen con curiosidad—, ¿cómo tiene la vergüenza de llamar así a un ordenador que mezcla palabras hasta dar con la combinación que le gusta a la gente? —añadió en un tono más bajo, no quería llamar la atención.

La sonrisa del señor Cruz cambió a un gesto que estaba entre la diversión y la sorpresa antes de contestar.

—Perdone, pero es mucho más complejo que eso. Esas máquinas a las que se refiere son capaces de aprender sobre el gusto humano a una velocidad que nadie podrá igualar jamás, y ya escriben mejor literatura que muchos…

—¿Literatura?, ¿pero se está oyendo? —las chicas volvieron a girarse, haciendo que Dante se esforzase por bajar la voz—. Nunca, nunca jamás se podrá llamar literatura a esos libros de mierda que venden por millones.

—No puede usted negar que si la organización a la que pertenece necesita una IA para desenmascarar a nuestros autores es porque el nivel de sensibilidad…

—¿Pero de qué sensibilidad está hablando? —dijo en voz baja, conteniéndose, pero con rabia—. Son puñeteros montones de silicio suplantando el arte humano, se lo están cargando, joder ¿De qué mierda de sensibilidad me está hablando?

—Mire, señor Vicens, cuando vi que me citaba precisamente aquí pensé que podríamos tener una conversación inteligente sobre las oportunidades y los problemas del sector. Incluso tenía una propuesta para usted, pero veo que me equivoqué. Así que, como me ha dicho tan educadamente al llegar: dejémonos de charla y vamos al tema.

En ese momento se plantó el camarero junto a la mesa, armado con una tableta y listo para tomar nota.

—Buenas tardes, dígame señor.

—Un té matcha para mí. Y dígame cuánto es todo, nos iremos pronto—le dijo el señor Cruz al camarero mientras acercaba su reloj a la tableta.

—Disculpe, señor Vicens —dijo mirando de nuevo a Dante mientras el camarero se alejaba—. Su novela ya ha sido revisada, y será publicada en la fecha y términos acordados. Pero debe entregarme ahora la ubicación exacta de una de sus IA.

—Ahí tiene escrita la ubicación —dijo alargándole el guiñapo de plano que el otro cogió con cautela, como si pudiese morderle—. Es un sótano en un polígono de la zona sur. Recuerde lo que hablamos, que parezca fortuito, un intento de robo a un almacén chino o algo así. Cuando hayan promocionado y publicado mi libro les daré el resto.

El señor Cruz desdobló el plano, y tras echar una mirada a las coordenadas anotadas lo volvió a doblar para guardarlo en un bolsillo interior de la chaqueta.

—Así lo haremos tan pronto lo comprobemos, no se preocupe. Volveré a contactarle tras la publicación para hablar del resto del trato.

—Eso espero. Hasta entonces váyase a hacer puñetas —dijo con tono cansado, mientras se levantaba para enfilar la puerta del café sin mirar atrás.

Casi sin darse cuenta sus piernas le llevaron al interior del museo, y mientras cavilaba sobre lo que acababa de pasar se encontró en la sala sesenta y siete rodeado de las Pinturas negras. Se quedó contemplando, abstraído, la que siempre fue una de sus favoritas: uno de ellos se cubre con un brazo mientras con el otro coge impulso para el siguiente garrotazo. El contrario, sin protegerse, muestra el pecho a través de la camisa medio abierta a punto de descargar su bestial golpe. El barro, hasta los muslos, impide cualquier huida, cualquier clemencia, cualquier acuerdo.

Su mente volvió al señor Cruz. Echó un vistazo al reloj, seguramente todavía estaría donde le dejó, saboreando su té y su victoria. Y si ya se había marchado, con ese llamativo y pretencioso sombrero seguro que era capaz de localizarle en los alrededores, si se daba prisa.

Tratando de andar lo más rápido posible, pero no tanto como para llamar la atención de los vigilantes, comenzó a desandar el camino que le había llevado hasta la sala sesenta y siete.

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