La conducción de Javier era segura, fruto de la combinación de varios chips insertados en distintas zonas de la estructura cerebral que controlaban la vista, el oído y los reflejos. Con la vista al frente y esporádicas miradas al retrovisor todo fluía con normalidad; velocidad constante, monotonía asegurada, pensamientos perturbadores.

¿Y si se desconectara el sistema? ¿Y si el Artefacto que lo controla todo se estropeara? ¿Y si dejara de funcionar o se apagara?  Después de todo no es más que un conjunto de placas electrónicas interconectadas a lo largo y ancho del mundo. «Al menos, se dijo para sí sonriendo, las multas no me llegarían automáticamente. Podría elegir. O quizá no.»

Desde que el Artefacto se puso en marcha y se activaron todos los chips implantados, la vida era mucho más sencilla. Todo resultaba más fácil de hacer porque había una ínfima probabilidad de error, tanto en la gestión de los datos recibidos como en las acciones generadas automáticamente. En un clic de ratón el mundo se había convertido en una máquina perfectamente engrasada en la que todo discurría en la dirección programada.

El gobierno, la economía, las infraestructuras, la energía y, sobre todo, las personas, seguían unas leyes creadas por el Artefacto con el fin de obtener un mundo más ordenado y seguro. De manera que todo, absolutamente todo, estaba controlado a tiempo real. El caos había desaparecido y se había instaurado el orden. El Orden del Artefacto.

Aun así, seguía habiendo diferencias entre las personas. Eso no había cambiado; los que tenían más dinero seguían teniendo más poder y también la opción de elegir la última y mejorada versión de los chips que gobernarían sus vidas a partir de su puesta en marcha; una actualización que proporcionaba una mayor rapidez en el procesamiento de los datos y que obtenía los mejores resultados una vez determinados los algoritmos de toma de decisión entre las alternativas lógicas establecidas.

Sí, había chips de tercera, de segunda, de primera y de clase Premium.

Él tenía de segunda, y como cabía esperar en los de su clase, se veía abocado a utilizar el coche para desplazarse a la Fábrica, rodeado de miles y miles de Ford del mismo modelo y de las mismas prestaciones. El orden, el tedio.

¿Y si cogiera el desvío? ¿Y si se adentrara y se aventurara en la ciudad? Imposible, el coche estaba programado para ir solo por algunas carreteras. Internarse en la ciudad era impensable para un Ford. Y para un segunda. En cuanto pisará la autopista el coche se pararía al instante y recibiría por la pantalla del salpicadero el extracto de la multa correspondiente, que ya se habría descontado de su cuenta bancaria, e instrucciones precisas para abandonar la ruta y volver a la carretera convencional.

En cualquier caso, tampoco tenía la opción de elegir. O quizá sí. Al fin y al cabo no todo estaba controlado por los chips. Todavía había restos del siglo XXI.

Todavía existía el mercado negro, la red profunda que el Artefacto aún no había podido controlar del todo. Aún quedaban algunos resquicios por los que unas pocas personas habían pasado y esquivado la acción del Artefacto. Ellos no tenían implantado ningún chip y se habían organizado en la clandestinidad para socavar la hegemonía del Artefacto, provocando destrozos en las redes de comunicación y manipulando las instalaciones para desconectarlas del sistema. Muchos de ellos se infiltraban en los departamentos de investigación y boicoteaban los nuevos avances, haciendo que el Artefacto tuviera que repetir los diseños para resistir los ataques de los rebeldes.

¿Cómo lo habían conseguido? ¿Cómo habían escapado a la red del Artefacto? Y todavía más inquietante, ¿cómo se daban a conocer? ¿Cómo eran capaces de saltarse los protocolos de seguridad del sistema y aparecer en todos los televisores y ordenadores del mundo proclamando sus ideas y mostrando sus actos contra el orden establecido?

Este sabotaje retrasmitido, convertido en viral, ha llevado al Artefacto a responder el ataque con la creación de un nuevo y revolucionario chip que controlará el tipo de información que el cerebro es capaz de procesar.

Llegado ese día, ya no habrá más libertad de elección. Las ideas subversivas serán como humo; visible pero imposible de agarrar. Sueños que se olvidarán al despertar.

¿Y si estrellara el coche contra la central eléctrica de la Fábrica? Eso podría funcionar. La central proporciona la energía al Artefacto y a las líneas de montaje de los chips. Sería fácil hacerlo. Al fin y al cabo los segundas tenemos autorización para dejar el coche en el aparcamiento junto a la central y una vez dentro del complejo la vigilancia electrónica es nula porque nunca ha sido necesaria. Podría programar al Ford para que realice un test de velocidad y lanzarlo contra los depósitos de hidrógeno líquido. Como no lo esperan funcionaría. El Artefacto no ha imaginado un error de estas características en su programa. Sí, definitivamente funcionaría.

Aparcó el coche frente a la nave de montaje 47 con el morro en dirección a los depósitos. Miró el pulsador del test y empezó a escuchar un pitido estridente; como si fuera el chirrido de una cadena mal engrasada. Miró a su alrededor para buscar el origen del sonido pero se dio cuenta que el ruido venía desde el interior de su oído. 

Una mano conocida golpeó el cristal del coche. Era su encargado sonriéndole.

– Eh, Javier, ¿qué tal? ¿Listo para un nuevo día?

– Pletórico Juan, -el pitido en su oído desapareció al instante -no hay nada como una jornada montando los nuevos chips.

– Así me gusta, esa es la actitud.

– Es lo que tiene la motivación y el orden, Juan.

– Pues venga, entremos a la nave. Vamos a tomarnos el café recargante y empecemos a trabajar.

Javier salió del Ford y ambos se dirigieron a la puerta.

    “Pensándolo bien…”, se dijo mirando hacia el aparcamiento un instante, “el coche me gusta. Y este trabajo también. Sería una pena echarlo todo a perder.”

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