UN TRABAJO DURO…

UN TRABAJO DURO…

UN TRABAJO DURO…

Accionaba el hombre en forma nocturna por distintos escenarios multicolores, sin distinción de público. Para esos años iniciales, le daba firme al canto. Ensayando tupido, recitando y poniendo en práctica, temas de su propia autoría. Generoso exponente todoterreno. Soñaba ser un artista internacional. Por eso, ensayo y dedicación continua. Con tareas alejadas de lo convencional…

Es más, era tan honrado “El Pibe” de Fernández,( el cantor) que si encontraba trabajo, lo devolvía. No quiero ser un oficinista vulgar y cortés, reniego de tareas manuales o industriales. Pretendo triunfar, recorriendo el mundo con los enanos de un circo conocido. Se había hecho amigo del hombre bala, y lejos de imitarlo, quería superarlo con una parábola espectacular.
Entonces, caminaba por distintas rutas. Sin horarios prefijados. Su itinerario era llamativamente feliz. Tareas libres. Necesarias…
Cuando una noche, trabajando de cantante en Cabaret Internacional de Río de Janeiro, se cruzó con un señor que realizaba una rutina laboral diferente. Se estremeció feo al verlo actuar… 

Ahí comprendió, la diferencia de una práctica especial. Cómo ese hombre, lograba ganarse la vida con una apuesta sorprendente. Asombrando al público con un cuadro jamás visto.
Terminó su show y bajó del escenario bajo una lluvia cálida de aplausos. Había gustado su cantar, sus canciones. Venía encontrando el rumbo. Estaba acertado. No llegó a internarse en los camarines. Desde una mesa, lo invitaron a ver lo novedoso. Accedió contento.
Rodeado de importantes figuras del ambiente artístico, se estacionó en la mesa del dueño de una emisora televisiva. Despuntando el vicio protagónico de la fama. Fue testigo de una usanza diferente…
Se apagaron las luces y sonó una música rusa. Un KasachoK. De repente, un potente haz de luz, marcó el inicio marcial de una caminata hacia el escenario. Como si fuera un boxeador. Con una bata multicolor y brillosa, transitaba un hombre de casi dos metros de altura. De físico poderoso con una cabellera abultada. Retorcida con rulos de aceros negros. «Por aquí la visita estelar del misterioso  Joao Da Silveira, el Rasputín del Amazonas», presentó el locutor  oficial. 

El hombre grandote sin hablar se ubicó en el centro del escenario. Parado de perfil al público. Una mesa al frente y tres nueces en tres platos blancos, completaban el cuadro escenográfico. Los reflectores iluminaban a pleno la escena.
Un momento de concentración sublime. De repente, un manto de silencio cubrió el recinto. No se escuchaba ni el volar de una mosca. El estupor, inundaba el ambiente.
El actor se cruzó de brazos. Y su bata comenzó a levantarse como si fuera un telón. A la altura de la cintura, asomó un cuerpo extraño. Apareció un cuero brillante. Un pichón de anaconda. Un arma bélica de sorprendente tamaño color chocolate amargo…
Latían rápidos corazones excitados. Entonces, Joao, giró sobre sus talones y dio dos pasos al frente. Bajó sus brazos despaciosamente, y con las dos manos empuñó su boa, para completar la genial acción artística con contundencia magistral…
Pegó con justeza de relojería Suiza, tres golpes seguidos sobre los platos presentados en la mesa. Partiendo las nueces prolijamente al medio, sin romper las porcelanas que servían de apoyo. ¡Genio!
Al instante, saludaba sin emitir palabras. Con su bata prolijamente, planchada, como si nada hubiese ocurrido. Y haciendo finas reverencias, bajó del escenario finalizando el show. El público deliraba…

El cantante quedó impactado por el cuadro. Terminó su temporada en Brasil. Obteniendo buena cosecha de crocantes billetes con aplausos saludables. Siguió su rutina por doquier. Se fue enredando por distintos caminos. El éxito comenzó a sonreírle cada vez con mayor intensidad…
Gozó de giras importantes, pudo obtener una buena posición económica. Fruto de un trabajo constante, no convencional. Desafiando el destino, para oponerse a seguir siempre los mismos pasos rutinarios de un mandato social perimido. 
Tiene la enorme fortuna, de escribir y registrar varios éxitos. Como los tiempos cambian, sin viajar, envía videos con sus temas. Ayudado por el cobro de regalías, logró trascender. Siguió su camino más allá de las fronteras europeas.
Para celebrar sus bodas de oro con el canto, fue convocado nuevamente, para actuar en el recordado establecimiento nocturno de Río de Janeiro. Y hacia allá partió feliz…
Una sorpresa extraña se apoderó del cantor, cuando al finalizar su rutina, el presentador del show, anuncia la tradición espectacular del maestro Joao Da Silveira. Una avalancha de efemérides lo atropelló feo. Recordó al grandote rompedor de nueces. Casó único en años de presentaciones.
Y ahí estaba el haz de luz iluminando nuevamente aquella espectacular presentación. Ya no venía caminando solo el atleta. Dos bravos patovicas disfrazados de gladiadores romanos, lo esoltaban. Empujando la silla de ruedas hacia el escenario.
Lo ubicaron, frente a una mesa con tres platos blancos. Pero esta vez, había cambiado la rutina. No eran nueces, sino, tres cocos peludos, frutos tradicionales, los que esperaban la acción del desarme. Lucía encorvado el hombre. El paso de los años, había mellado fuerte su figura. No lucía una cabellera impenetrable y negra. Solo una mancha blanca y dispersa, quedaba sobre sus sienes.
Brillaba fuerte la bata roja rubí…

Se encendieron las luces todas, y con la festiva música de “Quiero tener un millón de amigos”, de Roberto Carlos, el otrora Rasputín del Amazonas, encaró la acción. Doblado como una letra ce. Aceptó el desafío. De costado se fue elevando la bata roja rubí, y por ahí, apareció un cuero rugoso. Bajó sus brazos con lo justo, como ahorrando energías. Manoteó el garrote de ébano y pegó tres leñazos seguidos. Con la contundencia finamente calibrada para no dañar la loza del plato. Fueron tres golpes certeros los que abrieron los cocos al medio como si fueran simples melocotones. 

!Qué lo parió…!

Saltó exasperado el pibe de Fernández hacia el escenario para abrazar y felicitar al recordado atleta. Yo tuve el placer de verlo actuar, en el mismo escenario, hace exactamente cincuenta años, señor…
¿Por qué cambió la rutina, maestro? ¿Está enfermo? 

No. En absoluto respondió Joao Da Silveira, el Rasputín del Amazonas. Simplemente, me está fallando la vista…
Con ojos llorosos caen unas “Lágrimas Negras”, para cerrar el recuerdo de un trabajo duro. Duro…

ISIDORO GUIDROBROS.

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