No la vez del mareo en que todo se puso negro de golpe y después no supe más nada.

Ni la mañana en que me vino aquel desasosiego tan pertinaz como inexplicable. No fueron esas veces.

Lástima. Hubieran sido la excusa perfecta para justificar la decisión que hoy tampoco tomaré.

Una voz invencible me recibe. Acceso correcto, intente de nuevo por favor, me dice, según la posición del dedo. Me coloco la máscara de mi propio rostro y entro.

A ver, Ernesto (me dice Ferrari, el subjefe) ¿no es cierto que el café te gusta cargado, sin azúcar, bien caliente, escaso?

Lo escucho. Asiento con la cabeza. Sonrío.

¿Ven? Soy el único que conoce bien a Ernesto, dice. ¿No es cierto, Ernestito?

De nuevo asiento con la cabeza. Me pregunto si para Ferrari seré una cara, un timbre de voz, una forma de caminar. Una función. Un resultado. Espuma, apenas, del mar.

El enorme ventanal da (siempre dio) a una ancha avenida. Allá afuera, abajo, ahora mismo debe haber mucho ruido. Hará frío. Aquí, en cambio, todo es limpio, soleado, cálido. Silencioso. Tu vientre, Madre.

Nunca tuve otra ambición más que abandonar todo e irme. Decirles a todos quédense, yo me voy.

Irse. Vivir yéndose. Como una fuga. Pero adónde, a qué lugar de esta matrioshka infinita, Madre.

Tengo un teléfono con visor, un lapicero, un mueble petiso con dos cajones. Una taza marrón, un portarretratos vacío, una pantalla azul con una lucecita que titila siempre. Ayer nos trajeron la cafetera nueva. Express. Volvimos a tomar café. Un par de lentes, una vasija del Perú. Un mate sin usar. Tengo. Qué sería yo sin mis objetos, sin esta colección de informes, verdaderos o falsos. Estaría desnudo, Madre.

No. No fueron esas veces, tuvo que ser hoy. El día en que de una vez por todas me decidiera a irme, definitivamente, de aquí.

Justo hoy debió ser, instantes antes de que Clara se apareciera en la puerta con esa torta inmensa y esa sonrisa suya que te deja ciego. Y mudo. Dice que la hizo pensando en mí. Que es por mi cumpleaños. Me pide perdón por el retraso. Vos sabés cuánto te queremos, Ernesto. (Ay, Clara, si en vez del plural usaras el singular del verbo. Clara. Clarita)

Podría haberme levantado, podría haber caminado los cinco pasos que separan mi escritorio del suyo. Podríamos, Ferrari y yo, habernos mirado a los ojos por última vez. Sin decirle nada podría haberle descerrajado tres balazos que en esta oficina en silencio (Madre, perdóname) hubieran sonado como tres cañonazos. Dos no hubieran dado en el blanco (soy mal tirador, en realidad nunca, hasta hoy, me habría animado a disparar un arma) pero el tercero le habría dado justo en el centro del pecho. Me hubiera asombrado de ver cómo un cuerpo enorme y sano de treinta y ocho años caía hacia atrás con silla y todo, tumbado por la brutalidad del golpe. Ver cómo una gran mancha roja florecía sobre una camisa blanca, recién estrenada. Un charco enorme, oscuro, en un piso de porcelana gris, espejado. Unos ojos marrones abiertos, muy abiertos (Ferrari asombrado, como yo. Muerto del asombro) Una boca temblar como queriendo decir. O llamar.

O podría, también, haberme levantado y haber caminado los once pasos (once y medio, más exactamente) que me separan de ella. Podríamos habernos mirado a los ojos. Podría, sin haberle dicho una palabra, haberla tomado por los hombros y besado. Por primera y última vez, porque después de abofetearme se habría incorporado, tumbando la silla, y hubiera corrido a esconderse en el baño, llorando de vergüenza y de rabia, no sin antes decirme qué hacés, estúpido. Y yo me hubiera arrepentido. No del papelón frente a todos, no de la segura suspensión de tres días que me encajaría Ferrari, sino de no haber dado en el blanco. Es que yo habría intentado besarla en la boca, pero en el último segundo ella hubiera sacado el rostro, obligándome a besar el lóbulo inferior de su oreja izquierda. Algo es algo.

Pero no. Hoy no mataré a Ferrari. Ni besaré a Clara en la boca. Ni hoy ni nunca.

Tampoco hoy me iré para siempre.

Sonreiré, agradeceré. Comeremos juntos (aquí están tus hijos, Madre, todos) Primero en silencio. Después, surgirá algún no puedo creer cómo levó.

Cuántos huevos le pusiste.

Coman, che, no pregunten, la receta es un secreto.

Besaré a Clara. Pero esta vez será un beso real. Oficial. Oficinesco. Ella me abrazará, me obligará a sacarnos una foto juntos, los dos. Y yo nunca habré sentido tanto frío.

A las seis saludaré a todos y me iré, como siempre. Nadie sospechará que maté a Ferrari y que quise besar a Clara en la boca. Yo mismo me olvidaré, con los años, de lo que nunca sucedió. Mañana, temprano, volveré a ser una cara haciendo muecas, hablando sola frente al espejo.

Quizás un día, cerca de mi retiro definitivo, algo parecido a la lucidez me empuje a hacerme un par de preguntas. Será como pensar en un lenguaje extraño. Afortunadamente durará apenas una millonésima de segundo. Pensaré que fue una sombra, un fantasma, y enseguida volveré a ese estado de bienestar, de seguridad, que yo llamo felicidad. Me diré, quizás con razón, que la salud es lo más importante.

(Si la verdad pudiera verterse en una copa y después beberse hasta saciarse uno. La verdad, la belleza, la bondad. La sabiduría.

Me dijiste, medio borracha, esa noche, Clara.

Yo hubiera hecho un cuenco con mis dos manos, te hubiera inventado una verdad y te la hubiera dado a beber)


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