El parque había cambiado. La arena había cedido su reino a un picadillo de ladrillo que se pegaba a las suelas de los zapatos y ensuciaba las manos de los niños. No había forma de construir presas de arena con aquella papilla. Tampoco estaban las viejas fuentes ni había tantos niños correteando por la hierba, bajo los sauces, gritando sobre los toboganes de hierro oxidado. Habían sustituido los columpios de neumáticos por elefantes de madera, la tierra por parcelas de juego valladas. Y sin embargo, los niños reían, cabalgaban sus elefantes marrones y amarillos sin echar nada de menos. Sólo a Irene le faltaban las fuentes, los columpios, los caminos de arena blanca. Sólo Irene cruzaba el parque en silencio aquel martes plomizo mientras los niños jugaban. Corría. Las viejas zapatillas manchadas de rojo. El césped salvaje que se despeñaba hasta el pozo abandonado era ahora una suave pendiente hasta un estanque verde.

El parque había ganado terreno al barro. Se había dejado caer ordenadamente por una depresión de pinos, escaleras y bancos de madera blanca donde los ancianos se sentaban a tomar el sol. El progreso: líneas ondulantes sustituyendo los precipicios de escombros.

Irene se apartó del camino y trotó cansinamente sobre las acículas secas, atravesando el pequeño pinar. El mismo que antes se recortaba sobre los montones de basura. El suelo crujía a su paso, y el mundo crujía con él: Caminan cogidas de la mano, fumando. Ester tira de ella hacia arriba, arrastrándola sobre las montañas de deshechos. Ester rebusca entre muebles rotos, salta sobre colchones desmadejados. Ester blande pedazos de cortinas como banderas piratas, la mirada feroz, los pies descalzos hundidos en el barro. Aquel temblor en las piernas, declarando un incendio de humedades secretas. Ruedan entre el olor dulzón de la basura con un revuelo de camisetas sucias. Entonces la vela del deseo se volcó y su llama se extinguió sobre el estercolero mientras ellas seguían jugando, ajenas, entre tinieblas.

Irene corría sobre la arena roja, bajo la lluvia. Resoplando por la falta de costumbre, aguantando las ganas de acercarse al bar de la esquina y tomarse sólo una cerveza más.

Los bares siembran mesas y sillas de metal que germinan en sombrillas de colores sobre las aceras. Todo se despereza al son del progreso. De los escombros, un centro comercial emerge con sus velas de acero desplegadas al sol, enredaderas brotan desde enormes maceteros de granito negro. Un laberinto de tiendas y cascadas cantarinas se abre al público. Vestimos mejor, comemos mejor, nos divertimos mejor. Todo es hermoso, todo artificial sobre los suelos de mármol, bajo los tragaluces que se elevan formando pináculos de cristal y aluminio blanco.

Pero no somos ajenos a estas paredes de ladrillo, piensa Irene: Ester, aquí veníamos a merendar pollo crujiente y mazorcas cocidas en bolsitas rojas llenas de mantequilla. Aquí comprábamos helados de crema con virutas de caramelo que se nos deshacían entre los dedos. En esta fuente nos lavábamos las manos. En esta terraza fumábamos a escondidas. En esta bolera nos gastábamos la paga entre plenos, semiplenos y patatas fritas. Este es el barrio al que regreso: la cafetería donde las velas se consumen en botellas de cerveza, la heladería argentina y la tienda de cómics. Este el lugar que añoro: la pastelería donde hacen la mejor palmera de chocolate del mundo, los multicines de sesión doble y los soportales del teatro. Este mi hogar: los viejos álamos, el camino de tierra, las hojas secas.


– La Vaguada, c. 1970 –

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