El modo en que perdí mi empleo hace seis meses me hizo aprender una dura lección: nunca confíes en los softwares. Los softwares aterrizan en tu lugar de trabajo como la gran novedad, parecen amigables, el jefe los promueve con el argumento de que “te ayudarán a facilitar procesos…” ¡Mentira! Están ahí para ocupar tu lugar. En cuanto te descuidas, te desplazan.
¡Si sabré yo!
Medio año ha transcurrido desde que me reemplazaron por un software en la empresa a la que dediqué la mitad de mi vida. Sigo sin empleo, y no me repongo del trauma de haber sido sustituida por un ente sin corazón.
Cuando tengo la oportunidad, prevengo a mis amigos. Los softwares acabarán por controlar el planeta, les advierto: ya venden, hacen llamadas, dan instrucciones, escriben artículos periodísticos, traducen. ¡Hay que combatirlos!, proclamo.
Mis conocidos dicen que estoy deprimida y llaman para animarme. La Tere Ricco por ejemplo, antigua compañera en Letras Hispanas de la universidad, me llama día por medio. Se nota que me compadece. Hace gala de un humor extraordinario como si estuviéramos a punto de abordar un crucero. ¿Qué tal, Susana, preciosa?, me saluda, ¿Qué estás haciendo en este maravilloso día? Como si una tuviese mucho qué hacer y el día fuera en verdad lindo. ¡Qué asco! pienso, y me muerdo la lengua para no decir una pesadez.
Hola, Tere, acá nublado variando a lluvioso, respondo por decir algo. Sé que la Tere es buena persona. Se empeña en que yo deje atrás mi trauma con el software. Debes superar tu mala experiencia, Susana, y reinventarte como yo, pontifica con su voz aguda. Debes hacer “delete” al pasado, querida, me manda. Yo no supero nada. Al revés, la palabra “delete” me reaviva el trauma. Imagino que un software me borra a mí de la faz de la tierra.
Pese a todo, agradezco las llamadas de la Tere. Debe ser porque su generosa alegría supera su falta de tacto. También porque su historia personal me inspira respeto. La Tere sabe lo que es estar en mi lugar: ha sido despedida y reemplazada en numerosas ocasiones, pero, a diferencia mía, cada vez que queda sin trabajo, ella consigue o inventa una nueva actividad para subsistir unos meses más.
La Tere ha vendido de todo. Su último emprendimiento, iniciado el verano pasado, consiste, según me explicó, en envasar y exportar aceites esenciales de semillas nativas. Dice que algo gana. Trabaja con su mamá y sus hijas desde el lavadero de su casa. Trató de sumarme a su empresa, y le dije que no tenía fe. Se enojó y dejó de llamarme una semana.
Este lunes, me estaba preguntado qué habría sido de la Tere cuando sonó el timbre de mi puerta. Abandoné con gusto mi poco fructífera búsqueda de empleo en internet y fui a abrir.
Era mi amiga.
Me contó que una ONG alemana la había invitado a un encuentro mundial de microempresarias en Berlín. Una experiencia maravillosa, dijo. Venía directamente del aeropuerto para mostrarme algo. La empresa auspiciadora del evento le había hecho una donación y quería que yo la viera. Aplaudí llena de entusiasmo mientras mi amiga abría su bolso de viaje. Pensé que sacaría un cheque por millones de euros, pero no.
No es dinero, dijo.
¿Y entonces qué es, Tere?, pregunté. La Tere blandió ante mis ojos un pendrive diminuto. Es un software, Susana, anunció festiva. Y agregó: me aseguraron que es buenísimo; que sí lo uso puedo economizar un montón …
Un sudor frio recorrió mi espalda al ver el objeto de su alegría.
¡¿Vas a economizar cómo?!!!, pregunté en un ahogo.
Ahorrando en personal, fue su respuesta.
Y, tu empresa, ¿¿tiene mucho personal, Tere??
Mi amiga alzó los hombros dubitativa. La verdad, aún no…Por ahora estamos mi mamá, mis hijas y yo. Pero en Silicon Valley dicen que más adelante…
La interrumpí.
Esta cosa, este programa ¡¿ya lo metiste en tu ordenador?!
La Tere había empezado a quitarle la funda a su compu.
No todavía. Iba a hacerlo ahora…con tu ayuda. ¿En qué puerto hay que introducirlo…? ¿en el uno o en el dos? ¿o da lo mismo…?
De un manotazo le arrebaté el pendrive diminuto.
¡Quita, quita, quita!, grité, ¡no metas nada en ningún puerto! ¡Hay que quemar esta mierda de software antes de que te arruine!
La Tere no quería, y forcejeamos. Yo no solté el pendrive. Ella no soltó mi brazo. Discutimos camino de la cocina, y seguimos discutiendo mientras yo ponía a funcionar la freidora de papas. ¡Es por tu bien, Tere!, alegaba yo. ¡No te metas con mi software!, gritaba ella.
Tras una acalorada disputa, se impuso la razón.
Ahora que han pasado unos días desde lo sucedido, me divierte recordar aquella escena de antología. La cacerola rebosante con dos litros de aceite a ciento cincuenta grados y el pendrive hundiéndose en ese infierno en cámara lenta. ¡fsssssss! Ya está, Tere. Misión cumplida, exclamé triunfante. Había producido un chicharrón cibernético cuyo humo activó la alarma de incendios del edificio.
Cuando el conserje se presentó asustado a preguntar cuál era la emergencia, ya habíamos desconectado la freidora, abierto las ventanas y puesto a funcionar el extractor de aire de la cocina a máxima velocidad. No se preocupe Juan, asunto resuelto, anunciamos a coro sonrientes. Juan se marchó. Cerramos la puerta, comprobamos que mi gato tomaba el sol en la ventana a salvo del aceite que se enfriaba en el lavadero y, muertas de la risa, nos fuimos a la terraza con un par de copas y una botella de rhine riesling que había comprado la Tere en el Duty Free de Berlín. ¡Muerte a los softwares, camarada!, proclamé levantando mi copa. ¡Así sea, hermana!, exclamó la Tere.
Hay algo simbólico en celebrar la primera victoria contra el enemigo. Lo exorciza. Y ayuda a digerir la sospecha de que lo peor todavía está por venir…
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