Bruno ronda los 30 años, lleva un traje aburrido (más aún en invierno, gracias al famoso fachaleco) y se dirige al trabajo. Va pensando en todas las reuniones telemáticas del día. Trabaja en un departamento con un nombre muy sofisticado. Tan sofisticado, que requiere el uso de iniciales para no aburrir al personal con la lista interminable de palabras escogidas, tal vez, al azar, para nombrarlo. OIEFTS. Offering International Expert Financial Transformation Services.
¿Es Bruno capaz de pronunciar todas esas palabras sin titubear? ¿Sabe contestar a la pregunta «¿A qué te dedicas?»? O mejor aún, ¿cuántos de los que escuchan su respuesta, entienden a qué se dedica Bruno? Otros departamentos tienen nombres parecidos: Gestión del Proceso de Transformación, Customer Transformation, Optimización del Client Experience & Client Journey. Todos estos nombres tienen algo en común. Son intencionadamente genéricos para disimular la venta de un bien muy específico (y caro): el humo.
Bruno toma el tren de camino a una torre mientras trata de acceder al correo desde el móvil. Sortea todos los pasos de ciberseguridad que exige su fábrica de humo, mensaje encriptado aquí, código acá, reconocimiento facial, de huella y de personalidad, y por fin, consigue abrir la bandeja de entrada.
Correo de su socio a las 3.45 de la mañana. Bruno tiene que preparar un informe con urgencia para el día siguiente. La temática del informe, que debe ser de 20 páginas, es tan confusa como el nombre del departamento en el que trabaja. Las gotas de sudor empiezan a caer por su frente y espalda. Y es que, el arte de vender humo exige muchas noches sin dormir.
Después de hacer una cola interminable cual hormigas esperando a entrar en el hormiguero, Bruno llega al torno de su torre y pasa la tarjeta de acceso. Se conecta a la primera reunión con 5 minutos de retraso y observa la lista de participantes. Son unos 15 en la recurrente reunión de check point en la que no conoce a nadie ni se espera que participe. Entonces, abre el Skype para comunicar a sus juniors o minions que deben ponerse manos a la obra con el informe. Las directrices de Bruno, que no ha entendido la temática, pero prefiere morir antes que preguntar a su socio, se resumen en breves líneas de Skype en las que prima la necesidad de inmediatez. Y así es como el humo va tomando forma en las diferentes instancias jerárquicas de la fábrica.
Va pasando el día mientras Bruno encadena una reunión tras otra, a veces con el micro silenciado para despotricar a solas sobre el por qué y el quién de la convocatoria de otra reunión inútil, y acto seguido con el micro activado para añadir un comentario muy educado en respuesta a una duda de un cliente. Entre medias, Bruno va pidiendo a sus juniors que le actualicen sobre el estado del informe.
«Ya casi lo tenemos», le dicen por el chat a última hora de la tarde.
Aliviado, Bruno pide que se lo envíen de inmediato.
La bandeja de entrada indica que son ya las 20.13 cuando recibe el correo electrónico de sus minions.
Abre el Word y se fija en el número de páginas que indica el procesador de texto: 18. «Bien, bien», se dice animándose.
Entonces, se da cuenta de que el texto es una repetición incesante de la misma cuestión intrascendente párrafo tras párrafo. El documento no está formateado y ni siquiera tiene índice. Siente como la sangre le hierve en el cerebro y jurando en arameo, aporrea el teclado para abrir el Skype, dispuesto a exigir resultados a sus juniors. Pero su deseo se ve frustrado ya que los iconos de ambos discípulos en el chat aparecen en gris: desconectados. Empieza el acoso telefónico. Les llama 23 veces contadas y les deja todo tipo de mensajes por WhatsApp. Nada.
«Respira» se dice a sí mismo a punto de echarse a llorar de impotencia.
«¿Qué sentido tiene pasar 14 horas delante de esta odiosa pantalla haciendo algo que ni yo sé qué es?¿Cómo soportar el estrés de sentirse un impostor todos los días laborales del año, suplicando a Dios para que nadie se percate de que no sé de lo que hablo?» Y es que hubo tiempos mejores. Recuerda las prácticas de la carrera que hizo en una pequeña empresa familiar donde veía los frutos de su trabajo. Se trataba de una de las casi tres millones de pymes españolas que ofrecía trato directo con el cliente y servicios tangibles. Allí, Bruno vio como las soluciones que le ofrecían al cliente daban sus resultados y eran implementadas en su día a día. Solo con recordarlo se le ilumina el rostro.
Toma la decisión. Esta sería la última batalla que librase de impostor. Sería la última de tantas noches sin dormir, sin tiempo libre, sin vida. Escribiría el informe y al día siguiente, entregaría su carta de renuncia. Con el alma tranquila, se pone a escribir la versión definitiva del informe de un tirón y a altas horas de la madrugada, lo envía a su socio.
Al día siguiente: el tren, la cola con el resto de hormigas para acceder a la torre, el pase por los tornos y las reuniones interminables. A última hora de la tarde, Bruno se arma de valentía y entra en el despacho de su socio.
– ¡Anda, Bruno!
– Sí, verá, don Pablo, quería hablar con usted sobre un tema…
– ¡EX – CE – LEN – TE informe! El cliente nos ha felicitado, le ha parecido muy técnico. He decidido darte un aumento y subirte de categoría a manager.
– …
– Pero, Bruno, ¿no te alegras? ¿Me querías decir algo?
– Sí… ¿Cuál va a ser mi despacho de manager?
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