Manos con corazón.

Manos con corazón.

Me llamo Andrés de profesión taxista. Perdí mi trabajo cuando los coches sin conductor tomaron las calles y en mi búsqueda activa de empleo, encontré una oferta de cursos de formación con buena tasa de inserción laboral. No me lo pensé. Me sentía preparado para todo menos para engrosar la lista del paro, o eso creía, hasta que en mi primer día de curso una pregunta del profesor me dejó pensativo.

Las clases prácticas fueron dejando algunas sillas vacías. En más de una ocasión estuve a punto de besar el suelo, pero lo superé gracias sobre todo al apoyo que recibí de Luis.

Mi capacidad de superación y habilidad para relacionarme con facilidad, unido al hecho de que ya durante las prácticas, había dejado patente que era hábil con las manos, prestaba atención a los detalles y era respetuoso, sensible y empático con las personas que necesitaban de mis servicios, hizo que incluso antes de obtener el certificado de profesionalidad, varias empresas mantuvieran contacto conmigo mostrándose interesadas en que formase parte de su equipo. Así encabecé la lista de los primeros que encontraron el ansiado empleo, al que acudo a diario con rigurosa puntualidad.

Esa mañana llegué tarde. La lluvia acumulada de varios días había provocado la noche anterior el desbordamiento de un arroyo arrastrando a su paso vehículos, contenedores y mobiliario urbano, provocando atascos a la entrada de la ciudad. No revisé el buzón de voz, apenas intercambié un saludo con mi auxiliar, me enfundé la bata, el gorro, la mascarilla, los guantes y a la vez que levantaba la sábana con una mano con la otra cogía el historial. El reloj se detuvo, palidecí, tapé el cuerpo y sin saber muy bien cómo me senté en una silla esperando… esperando que fuese una pesadilla y no una triste realidad.


Dos años antes.

Luis recibió un correo electrónico. Asunto: oferta de empleo. Atendiendo a su experiencia profesional, le consideraban el candidato perfecto para un puesto al que no había optado en ningún momento. Lo eliminó.

Días después una llamada interrumpió su desayuno familiar. Estuvo a punto de no contestar. Resultó que la oferta en cuestión era real y bastante bien remunerada. Impartir un curso de formación para el empleo, que podría compaginar con su trabajo actual. Aunque le robaría tiempo para conciliar quedó en responder en un tiempo prudencial.

Se despidió de su mujer con un beso y se marchó para dejar al peque en la guarde y al mayor en el cole.

Ya en su centro de trabajo de manera rutinaria se enfundó la bata, los guantes, el gorro y la mascarilla. Preparó el material e instrumental necesario que acercó a la camilla, conectó el hilo musical y Vivaldi llenó los espacios vacíos. Se dirigió a la señora por su nombre

—Buenos días, María, no se preocupe usted por nada. Su familia me ha comentado que es una señora elegante que siempre cuida su apariencia.

Sin duda no exageraban. Su piel denotaba haber sido mimada con esmero. En el rostro no se apreciaban manchas ni imperfecciones comunes. Un cabello bien cuidado enmarcaba su óvalo facial.

Observó la foto de María y siguió hablándole mientras aplicaba una ligera capa de maquillaje y corregía sus líneas de expresión. Apenas unos pequeños retoques serían suficientes para devolver el color a sus mejillas.

Terminada su jornada seguía dando vueltas a la oferta, si bien era una opción que no había contemplado, puede que hubiese llegado el momento de ampliar horizontes. Tendría que hablarlo con Ana y los niños, si podían reorganizar los horarios durante las semanas que durara el curso, puede que no fuese tan mala idea. Tener un grupo de alumnos a los que poder transmitir todos sus conocimientos le resultaba reconfortante.

Empezó en septiembre y en su primera clase preguntó a los presentes

  • ¿Qué cualidades creen que necesitan tener para ser unos buenos profesionales en este sector? No, no me contesten hoy. Espero que cuando finalice su formación, lo que hayan aprendido aquí les sirva para contestar sin dudar a esta pregunta.

Los recuerdos de Andrés se atropellaban en un espacio sin nombre.

Su relación de alumno y profesor se había convertido con el tiempo en verdadera amistad. En una de esas tardes que compartían jugando al pádel, Luis le confesó que eligió esta profesión por vocación. Según le relató cuando apenas era un niño, un bebé de la familia falleció en casa unos días después de nacer. Él presenció cómo entre los gritos desesperados de la madre por la dolorosa pérdida, las vecinas fueron las encargadas de asistir al bebé ya sin vida. Le vistieron con un trajecito de primera postura, con delicadeza le perfumaron mientras le hablaban bajito, casi entre susurros con mucha dulzura. Antes de recostarlo dentro de un pequeño ataúd blanco, en el que habían colocado unas sábanas bordadas con sus iniciales, él acercándose le besó en la frente. Fue el primer contacto que tuvo con ese frío penetrante que desprende el cuerpo del que yace inerte. La última imagen del pequeño arropado con su mantita quedó grabada en su mente. Nadie hubiese dicho, que no estaba dormido, al verle.

De adulto fue su deseo poder ayudar en esos momentos. Brindar la oportunidad a la familia de despedirse de su ser querido y recordarlo como era antes de que su corazón dejase de latir para siempre.

Andrés ya en pie pensó en su primera clase, su pregunta y…

La voz de un compañero ofreciéndose para ocupar su lugar, interrumpió sus recuerdos, solo pudo articular

–Es mi responsabilidad

Respiró hondo y con Vivaldi como única compañía, se dirigió a él reprimiendo las lágrimas

—Buenos días, Luis, amigo, maestro no te preocupes por nada.

Y siguiendo sus enseñanzas mientras lavaba su cuerpo, afeitaba su rostro y peinaba su cabello le habló acariciando las palabras.

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